Uno funciona, siente, percibe, habla, gesticula, se expresa, se emociona, se entristece o siente dolor o placer gracias a los umbrales. Todos tenemos nuestros propios umbrales, que a lo largo de la vida se van modificando, a veces lentamente, a veces con violencia. Un amigo, por ejemplo, que solía alcanzar estados de ira inenarrables por cualquier nimiedad – en el subte, en el colectivo, en la farmacia –, tuvo que asistir durante días a su hijo, que tenía el cráneo partido tras un accidente automovilístico. Y entonces abruptamente comprendió que todo aquello que antes le parecía importante y que lo llevaba a semejantes estados de indignación en realidad no era nada.
Cuenta el mito urbano que después de que Neil Armstrong y Edwin E. Aldrin pisaron por primera vez la Luna, a su regreso tuvieron serios problemas de adaptación, porque nada parecía motivarlos o llamarles la atención. El hecho de haber pisado la Luna señalaba un umbral que ahora era muy difícil superar. Si es un mito urbano, suena muy creíble.
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