Pese a que está prohibido habitar los lugares más afectados por la radiación, algunas personas regresaron a sus antiguas casas, donde viven de forma casi fantasmal; sus historias.
Motria Trojimivna Foto: Lurdes R. Basoli
María ShilanMar Foto: Lurdes R. Basoli
Mikhail Arsentievich regresó a su casa, en la zona de exclusión, saltando los controles militares Foto: Lurdes R. Basoli
CHERNOBYL. Chernobyl también tiene fantasmas. De carne y hueso. Son unas cuantas docenas, tal vez superen los 300. Nadie sabe la cifra porque nadie se acuerda de ellos. Sobreviven en la zona prohibida, el área de exclusión de 30 kilómetros en torno a la central nuclear donde la contaminación radiactiva supera hasta 40 veces, y más, el máximo permitido por la Agencia Internacional de la Energía Atómica (organismo perteneciente a la ONU). En Ucrania los llaman los ilegales. También los pueblerinos eternos. La gente que nunca muere.
Mikhail Arsentievich es uno de ellos. Se mueve sobre la nieve con la paciencia de sus 80 años. Ya a la distancia, fija su mirada en los ojos del intruso. Y sonríe con sorpresa para enseñar el único diente que le queda. «¿No tiene miedo a la radiación?», le pregunto. «Jamás. Nunca en estos 20 años», contesta.
Madrugada, sábado 26 de abril de 1986, 1.26 am. Explosiones en cadena en el cuarto reactor de la central de Chernobyl. Un experimento, que simula el corte en el suministro eléctrico, provoca el mayor accidente nuclear de la historia. Error humano: los operadores violan hasta seis normativas de seguridad. El agua de refrigeración comienza a hervir desde su base, se evapora y estalla el hidrógeno acumulado dentro del núcleo. Vuela la tapa del reactor, que pesa mil toneladas. El núcleo arde al rojo vivo. La temperatura alcanza 2500 grados. Veintiocho bomberos evitan la extensión del incendio a toda la central. La mayoría lo pagará con sus vidas. Seis de ellos, los primeros que murieron, hoy son héroes nacionales de Ucrania. Otros 24 trabajadores fallecen durante las primeras horas. Poco después se registran niveles elevados de radiación en Polonia, Alemania y Austria. El 30 de abril, en Suiza e Italia. El 1° de mayo, en Francia y Gran Bretaña. El 2 de mayo, en Japón. Y el 5 de mayo, en Estados Unidos. El mundo tiembla.
Mikhail sólo ha vivido lejos de los bosques de Chernobyl en dos ocasiones. La primera, durante la II Guerra Mundial: «Los nazis me llevaron a Alemania. Estuve tres años trabajando, a la fuerza, para ellos. Me escapé y volví a casa, caminando».
Cuarenta años después, Mikhail huyó de nuevo. En esta ocasión no se trataba de trabajos forzados. Simplemente no era feliz en el lugar a donde fue evacuado por el gobierno soviético. Y regresó a la zona del terremoto nuclear «con mi abuela [mujer]», saltando los controles militares, evitando la persecución de la policía. Ilyinski, su pueblo de toda la vida, estaba abandonado. Como ahora. Sólo los fantasmas y algún visitante deambulan por sus caminos nevados.
Acceder al mítico Chernobyl no es tan difícil como parece: basta una pequeña pelea administrativa para conseguir un permiso de entrada a cambio de dinero. El viaje desde Kiev se prolonga dos horas. Un par de controles con militares, a los que parece les robaron la sonrisa hace tiempo. Pasaporte, arriba la valla y ya estamos en la zona de exclusión. Varios kilómetros por un camino solitario y entre la nieve preceden a la entrada en el cuartel general del pueblo de Chernobyl. Aquí se concentra la gente que trabaja en el refuerzo del sarcófago de la central y en las distintas empresas creadas por el Ministerio de Asuntos Extraordinarios para la medición de la radiactividad, la limpieza de bosques, etcétera. Y como las viejas costumbres tardan en desaparecer, la bienvenida suena a discurso muy soviético, donde pareciera que nada pasó. El único examen de radiación se produce a la salida. Si la lucecita es roja, habrá que dejar las prendas contaminadas.
Lo primero que llama la atención en los pueblos abandonados es el silencio. Silencio sepulcral. Las vacas no mugen, los perros no ladran. Ni siquiera se escucha el galope de los caballos salvajes de Prizhivalski, tan rebeldes como los ilegales de Chernobyl. Las personas tampoco perturban el silencio. Sólo el viento, que empuja el frío a los pulmones. Tan helado que hiela el alma. En una casa abandonada encontramos tres chaquetones colgados junto a una ventana. Alguien salió corriendo hace 20 años…
Había escuchado hablar de los ilegales. Son una pequeña leyenda, olvidada a veces, desconocida otras, en la Ucrania de hoy. Viéndolos ahora, tan alejados de esas imágenes de zombis, uno se pregunta por los horrores que inventa el ser humano. Chernobyl es uno de ellos. Poco importa que hayan pasado veinte años. Pasarán 300 y esta área seguirá contaminada. Y el número de víctimas continuará creciendo…
Han transcurrido 36 horas tras el accidente. Evacuados los 50.000 habitantes de Pripyat, la ciudad más cercana al reactor. Les dijeron que se iban tres días. Y han pasado 20 años. Una de las urbes más prósperas de la ex URSS muere para siempre. La villa de Chernobyl, más alejada, y todos los pueblos de la zona también son desalojados en mayo. Entre Ucrania y Belarús alrededor de 300.000 personas abandonan sus hogares. Se crea el área de exclusión, que sigue vigente hoy.
«Aquí había mucha radiación, el viento venía del norte, desde la central. Pero yo creo que ahora el aire es más limpio», evalúa el ucraniano Ilia, quien acaba de cortar madera del bosque con una sierra que tiene tantos años como él. «Mi salud está bien. Alguna pieza no funciona, pero el motor es bueno».
Si algo le sobra a María Shilan es salud. El único acontecimiento capaz de acelerar su pulso son los combates de boxeo de los hermanos Klichko, reyes de los pesos pesados y héroes nacionales en Ucrania. Sólo Shevchenko, el delantero del Milan, es capaz de hacerles sombra. «Le dieron tal puñetazo a Vitaliy que tuve que salir fuera de la casa. No quería volver porque me lo imaginaba tumbado, sobre la lona. Pero cuando volví a ver la tele él seguía de pie, combatiendo».
María también planta su cuerpo pequeño en el ring de la vida. Una vida que se llevó a sus dos hijos por culpa de la maldita radiación. Los dos trabajaban en la central. «Y murieron. Por supuesto, la culpa la tuvo la catástrofe. Hasta entonces eran muy sanos.»
Motria Trojimivna escucha imperturbable las palabras de su amiga y vecina. Creo que serían necesarias mil explosiones como Chernobyl para que esta mujer cambiara su gesto adusto. Así sentada, y con esa mirada, parece la reencarnación de un cuadro de Wermeer. De hecho, la casa de María sería el mejor escenario para la pintura del holandés. «Vengo aquí para hablar con mi amiga. En invierno no hay otra cosa que hacer. Encendemos el horno, nos calentamos y hablamos». Quién lo diría, porque Motria pertenece a esas personas que callan y observan. Mientras María, tan pizpireta, nos enseña su casa, típico hogar campestre del norte ucraniano. Muestra con orgullo sus bordados de flores multicolores, su pequeño altar dedicado a los santos ortodoxos, su espejo tras los almohadones. Una casa coqueta que jamás podrá vender, ni siquiera regalar. Es tan ilegal como ella.
Cuando María comienza a lanzar sus puñetazos contra el poder, Motria ni pestañea. «Tras el accidente nos confiscaron los animales y nos aseguraron que sólo nos íbamos por tres días. El poder siempre mentía. Nos transformaron en mendigos, tan lejos de nuestra tierra. Por eso volvimos». Eso sí, esta mujer es todo optimismo. Se aclara la garganta y entona un estribillo que sólo los fantasmas se atreven a repetir: «Somos una nación, no nos da miedo la radiación».
Miles de personas trabajan durante meses en Chernobyl para mitigar los efectos de la catástrofe. Son los llamados «liquidadores», otro atajo de valientes. Arrojan al núcleo 5000 toneladas de arena, arcilla, plomo… Construyen un sarcófago para envolver al reactor. En sus entrañas, 20 toneladas de combustible nuclear, uranio y plutonio. La precipitada construcción provoca grietas y defectos en 200 metros cuadrados de la superficie del sarcófago. Hoy continúan escapándose aerosoles radiactivos. Sólo el blindaje con un nuevo sarcófago, que está diseñado pero todavía no se ha iniciado, garantiza que no haya otro accidente. La nueva protección será tan alta como la Estatua de la Libertad. La zona contaminada tardará siglos en limpiarse.
Aislados en la zona prohibida
María y Motria viven en Parishev, otro de los pueblos abandonados de la zona de exclusión situado a una decena de kilómetros de la central. Como Ana Ivanova. Esta mujer de 70 años está sola. «Subsisto con mi cerdito, con una pequeña pensión [en torno a 80 euros] y con algunas cosas que planto, como las cebollas. Pero los jabalíes se las comen todas». Una fotografía en sepia, pegada a la pared, añora tiempos prósperos ya pasados. Ana sostiene una calabaza gigante, juraría que récord Guinness.
Refugiándose del frío, que en el pasado invierno cayó hasta los 30 grados bajo cero, Ana borda en lino. La mejor noticia de los últimos tiempos son las revistas que le han traído sus visitantes. Las mira como si fueran las únicas sobre la Tierra. Y a buen seguro que lo son en el bosque de los fantasmas.
Mikola Tkachenko y María Shevchenko eligieron vivir juntos para no estar solos. El tiene 49, y ella 64. A María se la ve radiante. A Mikola, que es el más jovencito de la zona, también. Pero tiene leucemia. Está empeñado en hacer funcionar su radioteléfono, que parece salido de un museo de la Guerra Fría. Lo prueba satisfecho. Y es tal la potencia de su voz que uno se pregunta para qué quiere un teléfono. Medio Chernobyl podría escucharla a través de sus ventanas.
La pareja anda revolucionada esperando la llegada de la camioneta, que dos veces por semana aprovisiona de comida los pueblos de los fantasmas. Pero hoy es un día negro, así bautizado cuando la nieve o algún percance impide el acceso del pan, conservas o jabón de la modesta tienda ambulante. Los vecinos no reciben visitas, ni siquiera de sus familiares que viven fuera de la franja de exclusión. Sin embargo, están de fiesta una vez al mes, cuando la autoridad de la zona prohibida -la misma que se encargará de evacuarlos si sufren algún problema de salud serio- fleta un ómnibus para que los ilegales viajen a un pueblo cercano y se aprovisionen de medicinas y otros productos. «Pero llevamos dos meses sin ómnibus. No había gasolina», matiza Mikola. «Veremos ahora, con el aniversario, si mejora nuestra situación, y nos arreglan el pozo, que el agua está contaminada».
Ya han pasado 20 años. «Nosotros vimos la humareda, pero no sabíamos qué pasaba. Seguimos trabajando en el koljost, la granja colectiva. Nuestra prensa tampoco informaba. Hasta que nos evacuaron. Nunca olvidaremos las tardes que pasábamos en Pripyat. Hoy se habría convertido en la mejor ciudad del país».
Ahora la pareja siempre está ocupada. Que si recogiendo hongos, que si alimentando a los pavos, que si plantando tomates y pepinos en el huerto… Viven en Lubianka, otro de los pueblos fantasmagóricos, el más alejado de la central, a 30 kilómetros.
En Chernobyl la vida avanza con la amargura del que se siente olvidado, pero sigue, incluso para Anastasia Pavlovna, la única habitante de Velyqui Clischy en 20 años. La abuelita Nastya se pasa el día en la iglesia ortodoxa. Allí ha llevado sus mejores bordados. Y reza. Pero como está sola, además de única feligresa ejerce también de sacerdote. Lo que no sabemos es si ha podido perdonar a los culpables de su soledad.
¿A cuántas personas ha matado la tragedia? Según el Organismo Internacional de la Energía Atómica, a 4000. Para la organización ecologista Greenpeace, las víctimas rondarían las 270.000, directas e indirectas. Cada fuente consultada sostiene una cifra. Algo parecido sucede con las secuelas. En Ivankov, ciudad fronteriza con la zona de exclusión, un estudio del gobierno local arroja datos escalofriantes: de 1025 estudiantes analizados, 744 tienen problemas asociados con el accidente (cáncer de tiroides, leucemia, corazón, pulmones…). Ivankov recibió a miles de evacuados. También es una ciudad de liquidadores.
Eso sí, no todo parece eterno en el bosque de Chernobyl. «No sabemos nada de uno de nuestros vecinos. El pobre se puso a caminar en dirección al pueblo de Chernobyl después de Año Nuevo. Y desapareció. No sabemos nada de él…». Quien habla es Ana Radkovich, 82 años de sabiduría popular, habitante de Ilyinski. Y quien sentencia es su compañero, Ilia Loginovich: «Se lo comieron los lobos. No es el primero…».
Prohibido nacer
Muerte y vida en Chernobyl, aunque parezca imposible. Una niña nació en 1999 dentro de la zona prohibida. Las autoridades no conocieron tal acontecimiento y cuando éste se hizo público alborotó al país. Detractores y conciliadores entraron en debate. Al final, se decidió que esa niña no podía vivir en los pueblos fantasmas. De hecho, ningún niño correteará nunca en la zona contaminada. Y es que también está prohibido nacer en Chernobyl.
Otra de las leyendas que circula por Ucrania es tan atrevida que hasta los científicos se han visto obligados a intervenir. Vegetación exuberante, animales gigantes, mutaciones genéticas… Pero la realidad es terca: la vegetación crece salvaje lejos de la mano del hombre; se ha pescado algún pez cargado de kilos, poco más; y sí se producen deformaciones en animales, incluso decenas de veces más que en otras zonas del país. Pero nada de aliens ni de zombis. «Tenemos muchos lobos, muchos jabalíes, incluso caballos salvajes… Como toda la vida».
Ilia lo tiene claro. Apura su sopa borsch, la más típica del país, mucho mejor que el vodka para luchar contra el frío, y un golubtsi, carne picada con arroz envuelta en hoja. «Me levanto a las siete de la mañana para encender la chimenea. Doy de comer a los caballos, trabajo en el huerto…». Sus ojos sólo se encienden para recordar. Como a Ana, la jefa de la casa. «Teníamos un pueblo muy bonito. Pero ellos [el Gobierno soviético] acabaron con él».
Ana Semenenko nació en Ilyintsi y quiere morir en Ilyintsi. «A los que evacuaron a otras ciudades, ésos sí que se mueren pronto. Nosotros aquí fallecemos de vejez… Algunos también por el vodka. Soy como un árbol de muchos años, que tiene sus raíces en la misma tierra que sus padres».
La mujer se afana en la preparación de la comida del día, ayudándose de sus manos rojas, de dedos hinchados y gigantes, duros y largos, rematados por unas uñas que la vida y el trabajo han oscurecido. La anciana se empeña en que probemos el salo, tocino de la tierra. Por supuesto, acompañado con vodka ucraniano. En Chernobyl no caben medias tintas. Ni medios tragos. «Si no bebes tu vodka hasta el final, lo que dejas en el vaso son mis lágrimas». Lágrimas de Ana Semenenko, fantasma de Chernobyl que, como otros vecinos, sobrevive en pueblos espectrales. Pueblos condenados a morir porque sus fantasmas aquí no son eternos.
Por Daniel Lozano
Para LA NACION