La cuestión del trabajo infantil y las posibles soluciones a su problemática representan un enorme desafío a las autoridades y a la sociedad en su conjunto.
Hay un significativo consenso mundial sobre el daño que ocasiona en el desarrollo de los niños su incorporación temprana al mundo laboral. Está claro que el trabajo infantil es perjudicial para los chicos porque impide que puedan disfrutar de su infancia, obstaculiza su desarrollo causando daños físicos y psicológicos que persisten durante toda su vida e impide el disfrute pleno del derecho a la educación y, por lo tanto, a un futuro mejor como ciudadano.
En suma, el trabajo infantil es un problema que perjudica a las familias, a las comunidades y a la sociedad en su conjunto, y perpetúa el círculo vicioso de la pobreza.
Se calcula que en el mundo existen aproximadamente 250 millones de niños y niñas que trabajan. De ellos, casi tres cuartas partes – 171 millones – lo hacen en situaciones o condiciones de peligro, en minas o manipulando productos químicos y pesticidas en tareas agrícolas o manejando maquinaria peligrosa. Están en todas partes, pero no se los ve: trabajan en el servicio doméstico en casas particulares, como obreros tras los muros de las fábricas u ocultos en las plantaciones.
Millones de niñas son explotadas en el mundo en el servicio doméstico y en la asistencia doméstica no remunerada. Muchas otras son víctimas del tráfico de menores (1.200.000), forzadas a trabajar en condiciones de servidumbre u otras formas de esclavitud (5.700.000), obligadas a ejercer la prostitución o trabajar en pornografía (1.800.000) o son obligadas a participar en conflictos armados (300.000) u otras actividades ilícitas (600.000). No obstante, la inmensa mayoría de los niños y las niñas que trabajan – el 70% o más – se dedican a la agricultura.
Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), basado en una encuesta del último cuatrimestre de 2004, determinó que en la provincia de Buenos Aires cerca de 800.000 chicos de entre 5 y 13 años deambulan por las calles haciendo changas o trabajan la tierra buscando algo para comer.
En este sentido, un trabajo de la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil señaló que las actividades más frecuentes desarrolladas por los niños en el ámbito urbano son la mendicidad, la recolección de residuos en la vía pública, la venta ambulante, los servicios a los automovilistas (limpiavidrios, abrepuertas, malabaristas), el reparto de estampitas en medios de transporte y la venta de productos o flores en los restaurantes.
El ingreso temprano en el mercado laboral guarda estrecha vinculación con la pobreza y con las estrategias de supervivencia a que deben recurrir los grupos familiares de los sectores de la sociedad que no cuentan con los medios para satisfacer sus necesidades básicas. De acuerdo con los últimos datos del Indec, el 58,5 por ciento de los niños de entre 5 y 13 años viven en hogares pobres y en el Gran Buenos Aires ese porcentaje se eleva al 62,7 por ciento.
Por otra parte, la repetición de año de los niños que trabajan y que asisten a las escuelas es un fenómeno en aumento, dado que – según la misma encuesta – «una fracción que oscila entre la cuarta y tercera partes sufrió ese fracaso escolar». Ello sucede porque el tiempo que los niños utilizan para trabajar es robado a las actividades educativas y recreativas.
En el largo plazo, el trabajo infantil conduce al retraso escolar o al abandono del sistema educativo, a menores ingresos en la vida adulta, al acceso a trabajos no calificados y a la reproducción de las condiciones de pobreza que originaron su prematura inserción laboral.
Si bien proteger a los niños de las peores formas del trabajo infantil es un objetivo inmediato, se necesitan otras formas de intervención para asegurar que las familias tengan alternativas de manutención positivas y sostenibles que eviten que los chicos retornen a situaciones de trabajo peligrosas y explotadoras.