Juan Carlos Devia, de 50 años, perdió a casi 35 miembros de su familia en la avalancha de Armero.
Juan Carlos Devia cuenta cómo salió del lodo y de cosas de las que hoy no sabe cómo se sobrepuso.
Nací en Armero en el año 63. Ahí estudié toda mi primaria, mi bachillerato, presté servicio militar en Ibagué, en la Sexta Brigada y volví a Armero. Yo quería estar en la Fuerza Aérea, pero a mi papá no le gustaba eso para mí y me colaboró para ingresar al Banco Cafetero, que quedaba en la carrera 15 con calle 11, esquina.
Yo era mensajero en el banco y estaba nombrado como auxiliar de ahorro y en ese diciembre me venía para Bogotá a hacer un curso de digitación de sistemas. Tenía 21 años cuando ocurrió la tragedia.
Yo trabajaba horas extras llevando el libro diario de contabilidad. Días anteriores se había hecho una represa natural en el cañón del río Lagunilla. Se represó y se secó y pasaba cerca a Armero seco. En esa época sabíamos por el noticiero que la gente pedía que drenaran esa represa, pero también se sabía que si se venía eso, no habría avalancha, sino que se desbordaba el río.
Había una sirena que activaron un par de borrachos como tres o cuatro días antes de la tragedia. A ellos los cogieron presos porque la gente se asustó. Nosotros sí estábamos avisados no de una avalancha del nevado, sino de la represa del lagunilla, que si se venía, de pronto podía llevarse algo alrededor del río. Todo ya estaba más o menos previsto, había que buscar las zonas altas, eso se sabía.
El día miércoles 13 de noviembre mientras estaba en el banco subí a una terraza con mis compañeros y veíamos la fumarola del Ruiz, pero no nos alarmábamos. Según tengo entendido, el deshielo que hubo por la lava que botó el cráter del Volcán, ocurrió más o menos antes de las once de la mañana.
No sabíamos nada de avalanchas. Decían los del Líbano, Tolima, que queda en la parte alta de la cordillera del Cañón, que ellos sentía temblor, -rrrrrrrrrruuuu-, y parece que era eso mismo, que ya estaba viniéndose y arrastrando con palos y piedras.
Ese día transcurrió normalmente; decían que abrieran las ventanas. Hubo una lluvia rara, como medio ácida. Ese día trabajé a las 8 de la mañana, almorcé de 12 a 2 y de 2 hasta cuando terminé la jornada, pero siempre me quedaba trabajando horas extras.
Lo cierto es que ese día el gerente del banco se fue para San Andrés. Él se quedaba en el segundo piso del banco, porque ahí quedaba el apartamento. Él me pidió el favor de que si podía quedarme ahí esa noche y yo le dije que sí.
Terminé mi trabajo como a las 8 de la noche, fui y visité a mi novia, me fui a mi casa, comí con mi mamá, mi papá no había llegado todavía y cuando salí me despedí de ella. Nosotros somos siete hermanos, pero no estábamos en Armero sino dos. Ella se quedó en el comedor sentada y yo salí con mi novia. Dimos una vuelta, tomamos algo y la dejé en la casa.
Llegué a las 10 al apartamento, guardé la moto, me subí al segundo piso. Me senté en la cama. Tenía una sed horrible y me destapé una cervecita fría. La puse en la mesita de noche y estaba escuchando Diomedes Díaz. Faltaban cinco minutos para las once de la noche, cuando sonó un estruendo durísimo, durísimo, un ruido terrible y todo quedó oscuro, uno no veía más de cinco centímetros de distancia.
De pronto escuché la gritería de la gente diciendo ‘¡auxilio, auxilio, se vino la avalanchaaaa!’. De pronto se alumbró la calle y era una lámpara de esas petromax, que alumbraban muchísimo. En las heladerías de al frente la gente corría para acá y para allá. Unos para la calle décima, otros para la once y me subí encima de la cama y empecé a mirar por la ventana.
Cuando voltié a mirar en la esquina había una joyería y los vidrios se estallaron. Miré detenidamente y era un agua turbia, en la que veía carros, palos, piedras, gente, animales que iban saliendo por la calle hacia el parque. Pensé ‘Dios mío, se vino el agua, pero, esta gente que la arrastró, ya la suelta ahí en el parque principal’.
Me quedé mirando bien y resulta que el agua en vez de bajar subía y de un momento a otro todo quedó totalmente oscuro de nuevo. En cuestión de segundos sentí que el edificio se meció, se desprendió de las bases. Cuando el edifico se meció dije ‘¡Dios mío, lo que está pasando es grave, yo me voy para mi casa, voy a buscar a mi mamá!’.
Cuando me bajé de la cama, el agua me daba a los tobillos y eso que yo estaba en el segundo piso. Entonces dije, si esto es en el segundo, mejor me voy para el tercero, a la terraza, porque se está subiendo y de pronto me ahogo. Pensé en buscar la escalera e irme por la pared, porque no veía nada y encontré la puerta y salí. Cuando encontré la puerta de la escalera para subir, ya el agua me daba más arriba de las rodillas.
Empecé a subir y a subir las gradas y cuando estaba arriba sentí que el agua ya no me tocaba. Cuando subí a la puerta de la terraza, que era metálica, se desplomó la escalera y quedé colgando del aro de la puerta.
Empecé a ahogarme porque el polvo que se levantó se metía por la nariz y por la boca. Como pude me paré en el marco de la puerta, y pensé ‘no me lleves Señor, yo no me quiero morir. Yo estoy joven, yo no he hecho nada en esta vida, yo quiero seguir viviendo’ y recé un Padre Nuestro.
Cuando dije ‘amén’, la puerta empezó a doblarse y sentí que se desprendió la puerta de la estructura del edificio y como yo estaba prendido de ella salí colgado volando al aire, al vacío. Cuando estaba en el aire vi que el techo del banco hacía como una sábana que se movía.
La puerta fue como la lata que me alzó en vuelo y empecé a caer sosteniéndome de la misma. Miré hacia atrás y venía un pedazo de pared blanca volando detrás de mí. Cuando caí en el lodo, el pedazo de pared cayó encima de mí y me hundió. Hasta ahí, dije, ‘estoy muerto’. Todo quedó negro, negro. No escuchaba nada, no veía nada.
De repente, empecé a ver un color anaranjado que se fue poniendo más rojo, mucho más rojo, pero era un rojo intenso y sentí mi cuerpo. Cuando sentí el cuerpo empecé a sentir que el barro que estaba por mi lado derecho empezó a moverse, mientas que mi pierna izquierda estaba aprisionada con algo. Entonces, mientras el barro me empujaba, la pierna se me estaba quedando a un lado, y el barro empujándome, empujándome como si fueran mil brazos haciendo fuerzas sobre mí.
Sentí dolor y ganas de respirar, me estaba ahogando otra vez pero tenía la pared encima y no podía salir a flote. De pronto, de abajo hacia arriba empecé a sentir otra presión muy fuerte y salió el pedazo de pared hacia la superficie y detrás de ella salí yo, de abajo del lodo.
Cuando salí a la superficie tomé aire, alcancé a abrir los ojos y lo que vi fue una ola gigante, como cuando el mar está picado, fuertísimo. Tomé aire y cuando me cogió esa ola me hundió otra vez. Me sacaba y volvía y me hundía y empecé a sentir que la cabeza me la iba a arrancar. Con la velocidad y los escombros se me rompió la piel debajo de la quijada, la cabeza me la corté por arriba, la oreja se me partió…
Mientras me arrastraba, yo sentía que me sacaba a la superficie y volvía a tomar aire, pero luego la fuerza me halaba hasta el fondo del lodo. Toda la ropa me la quitó ese ir y venir de la avalancha. También me abría de piernas y brazos, yo sentía que todo me lo iba a arrancar, hasta la cabeza.
Llegó un momento en que era tan inmenso el dolor, que se me durmió el cuerpo. Me anestesié total y me entregué a la corriente. Le pedía al Señor que algo me rompiera la cabeza, que me matara para no sentir más dolor y lo que hice fue anestesiarme. No se veía nada; lo único que vi fue la ola grande que venía en el aire y que me arrastró.
Un remolino salvador
Luego me cogió un remolino y me sacó a un lado. Cuando salí quedé con el lodo hasta el pecho. Abrí los ojos, medio me pude limpiar y como a cinco o seis metros pasaba el barro a una velocidad impresionante. Y de esa velocidad yo ya estaba delirando. Veía canoas, helicópteros, pero eran carros que pasaban a unos diez metros míos.
Sentía que el barro me trataba de mover despacio, y también me quería chupar. De un momento a otro me giré y al lado mío había un costal. Lo alcancé a agarrar de la esquina y me arrastré hacia él. Eso fue muy duro, muy difícil, porque ese barro me chupaba. Como pude me agarré con la otra mano y llegué hasta el costal.
Antes de llegar al costal sentí como una persona muerta y pasé por encima de ella. Me senté en el costal y al cabo de no sé cuánto tiempo cuando levanté la mirada, al frente empecé a visualizar una raíz de una ceiba; era una raíz grandísima y yo estaba en la mitad.
Escuché una explosión y se empezó a alumbrar todo. Era una gasolinería que se había estallado y empezó a venirse esa llama y yo alcanzaba a visualizar a lo lejos. Estaba por detrás del cerro de la cruz, me había arrastrado más de 10 kilómetros más o menos.
Después de la explosión, como unos 10 o 15 minutos después empecé a sentir que me rozaba el barro y cada momento era más y más. Hasta que llegó un momento en que pensé que me iba a ir otra vez. Entonces empecé a gritar auxilio, ayúdenme. Del árbol me contestaron y me preguntaron quién era. Dije: ‘soy Juan Carlos Devia’ y alguien me dijo, ‘mijo pásese al árbol’.
Pero yo no me podía desprender del costal. Estaba agarrado al costal y el cuerpo no me respondía. Les decía a ellos, ayúdenme y me decían que me subiera, que allá estaban bien, que había muchos y que todos estaban bien, pero yo no me podía soltar del costal de los nervios o porque no sentía el cuerpo.
Yo trataba de moverme y el barro empezó a pasar más fuerte y el árbol empezó a desprenderse, yo escuchaba cómo se iban desgarrando las raíces inmensas de la tierra. De pronto el árbol se giró total hacia el piso. Cuando yo vi que se fue el árbol, me agarré más duro y dije ‘Dios mío, no más’. Al decir no más, el árbol se fue con la avalancha, el barro siguió pasando y todo quedó en silencio. Y empecé a sentir que otra vez bajó la velocidad con la que pasaba el lodo.
Me quedé aferrado al costal, abrí los ojos y vi que entre el barro venía una niña pidiendo auxilio, pero muy despacio. Pasó por mi lado, saqué la mano y la agarré de una mano que ella traía afuera. La agarré despacio, la sostuve, la ayudé a subir, solté la otra mano y la ayudé a sacar hasta arrastrarla hasta el costal.
Ella me dijo: ‘no me vaya a hacer nada’ y le dije: ‘no mi amor, te estoy ayudando, recemos un Padre Nuestro’. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que se llamaba Marta, que tenía 8 años y que era del barrio Chorro Tuerto. Seguimos rezando y yo la verdad no me sabía otra oración, pero la niña me enseñó el Dios te Salve María.
Le dije que nos quedáramos ahí, que esperáramos a ver si nos ayudaban. El caso es que el barro seguía pasando con toda la gente gritando y yo ahí sentado con ella, le dije, ‘mamita me siento mal’. Y vomité y sentía sangre en mi boca. Cuando sentí que mi cuerpo no daba más, me fui hacia el lado izquierdo y me caí dentro del barro otra vez.
La niña empezó a gritar y me decía que no me fuera. Yo saqué la mano y me agarré otra vez del costal, y ella me gritaba que no la dejara, que no la abandonara. Eso me dio más fuerzas. Me monté al costal y la abracé y sentía que no podía más. Pensé que ya me iba a morir, cuando otra vez sentí el mismo mareo y me fui hacia al lado derecho. Cuando caí, toqué tierra y sentí pasto.
Mi brazo se hundió en él hasta el hombro y cuando sentí eso, como que me entró corriente, energía y volteé a mirar y había una sombra como de una montaña y le dije a la niña que estábamos casi en la mitad de una loma.
Ahí me entró una energía y la agarré y la abracé y le dije ‘mamita, ¡NOS SALVAMOS!’. Y me paré como pude. Cuando fui a apoyar la pierna, como la tenía dislocada, me fui de cara contra el barro, pero yo no sentía dolor. Sí sentí que daba el paso raro, pero cogí a la niña para sacarla. Cuando la fui a sacar, me tocó luchar.
Ella se aferró del costal, tal como yo lo había hecho cuando los del árbol me decían que me subiera.
Luego la alcé y me tocó empezar a dar pasos largos y altos para poder salir del barro y en una de esas alcé una pierna y cuando pisé se me enterró un pedazo de hierro, o no sé que sería, en el talón. Se me enterró por ahí unos 8 centímetros y ahí sí sentí dolor. Solté a la niña y como pude, empecé a jalar la pierna con los brazos hacia arriba de a poquitos, hasta que por fin salió el chuzo del talón. Enseguida se me durmió el cuerpo de nuevo.
Volví y alcé a la niña y empecé a subir hasta que empecé a sentir tierra. Lo cierto es que me estrellé contra un cerca de alambre de púa. Solté a Marta, la alcé, la pasé al otro lado, la descargué y me metí por debajo. Yo sentía que eso me aruñaba, me rasgaba, pero no sentía dolor, tenía el cuerpo dormido, petrificado.
Volví y la alcé y la niña estaba petrificada, no caminaba y había una lluvia constante, que no paraba. Pasamos, sentía que la cara como que me la aruñaban. Al otro día me di cuenta que eran unas ramas con espinas gruesas por las que pasamos. Y cuando llegué como a un claro, que no había matas ni nada, el cuerpo no me dio más y me desplomé.
Quedé boca abajo y ella me ayudó a voltear y empecé a vomitar sangre por boca y nariz. La niña me gritaba ‘¡no te mueras, no me dejes, ACOMPÁÑAME!’… Yo creo que eso me mantuvo y ella me decía que tenía frío. Yo le dije, acuéstate encima de mí y te pones los brazos encima. Cuando ella hizo eso, se me fueron las luces y me quedé dormido.
Un día de 1000 horas
Al otro día me despertó el ruido de una avioneta. Pasó cerca. Cuando escuché eso, me desperté y le dije a la niña ‘¡MAMITA, NOS SALVAMOS!’. Lo cierto es que cuando me desperté y me fui a parar, ahí no pude, porque el cuerpo lo tenía terrible, me brotaba sangre por todo lado. El cuerpo no me daba y la niña se asustó y gritaba. Entonces yo le dije que no se asustara y que me ayudara a conseguir un palo.
Ella me lo trajo, me ayudó a levantar, pero el dolor era terrible, indescriptible, ya la pierna la tenía gruesa y negra. La falange de un dedo la tenía partida, y estaba negra. Me paré y empezamos a caminar y a ver cuerpos destrozados, cabezas, brazos, cuerpos de cabeza metidos en el barro, bebés.
Una muchacha venía caminando sin los dos senos, estaba totalmente cercenada y desnuda. Todos prácticamente salíamos desnudos. Luego, empezó a salir gente bien vestida que alcanzó a correr hacia el cerro de la cruz.
Caminaba como un zombie. Empezó a dolerme la cabeza y tenía un calor terrible, creo que era fiebre. Pero no dejaba de llover. Vi una casa de lejos, una casita chiquitica. Era la casa de una hacienda y alguien me dijo: allá están prestando ayuda. Y empezamos a caminar con la niña. Pasamos una, dos, tres cercas y cuando iba en el tercero llegó un vaquero.
Venía muy limpio, impecable y tenía un sombrero. Me preguntó ‘¿para dónde va con esa niña?’ y le dije que para la finca, entonces él dijo que él me ayudaba y la tomó de la mano. La niña sí caminaba bien, ella no tenía ningún problema y la cogió de la mano. La niña me volteó a mirar y me dijo: ‘chao, nos vemos’.
Seguí detrás de ellos. Estaba haciendo un solazo terrible, eran como las dos o tres de la tarde, y tenía mucha sed. Al llegar a la casa, una señora se me acercó. Estaba muy limpia. Hablé con ella y le dije que cómo estaban las hijas de ella y también que si había visto a mi familia. Ella me contestó que no sabía nada, pero que sus hijas estaban muy bien. Con el tiempo supe que la señora había muerto en la tragedia.
Ella me dijo ‘sigue’. Entré y llegué al pasillo. Esa era una casa de esas grandes. Uno entra y atraviesa el salón de la sala y llega al patio. Cuando empecé a atravesar había gente golpeada y cuando llegué al patio había gente muy, muy mal. Había gente despedazada, sin brazos, que no sé cómo llegaron allá.
Lo cierto es que yo me senté en un andén y me recosté al lado del señor me di cuenta de que tenía un triángulo en la cabeza grande. Era un hueco lleno de barro y empezó a pedir agua. Empecé a decir: ‘me duele la cabeza, ayúdenme por favor’. Un señor pasó con una olleta y decía que abriera la boca y desde arriba le botaba el agua a uno.
Me dio dos aspirinas y me botó el agua. Cuando le dio agua al señor que estaba al lado mío y que tenía rota la cabeza, el señor empezó a temblar y se murió. Luego vinieron y se lo llevaron.
Al frente de mí había una olla grande y estaban haciendo como un sancocho. Una vaca que tenían ahí estaban tratando de matarla. Le metieron como tres tiros en la cabeza, con unas piedras estaban tratando de matarla, pero el animal no moría.
Yo cerraba los ojos y como a eso de las cuatro o cinco de la tarde, alguien empezó a gritar ‘¡se vino otra avalancha y es más grande que la de anoche!’. Todo el mundo salió a correr y la olla se volteó.
Nadie de los que estaba allí nos dio la mano para levantarnos. Como pudimos, nos levantamos y en medio de ese charco de sangre, empecé a caminar tratando de seguir el caminito que dejó la gente.
Empecé a subir más por la montaña y llegué a una meseta. No dejaba de llover y ya estaba oscuro. Vi una fogata y unas tejas de zinc. Olía a aguadepanela y ya tenía hambre y miré y había una niña sentada al lado de la fogata. Era una alumna del colegio Nuevo Liceo, yo la conocía. La saludé y me preguntó ‘¿tú quién eres?’, le dije, soy Juan Carlos Devia.
Ella trató de asustarse, pero le dije que tenía hambre. Le pregunté que si me podía regalar agua de panela. La niña salió y se metió en la teja y por allá escuché al papá gritándole ‘¡USTED NO SE SALE, SI SE SALE LE PEGO!’. A mí me dio como rabia y me fui hacia el otro lado de la fogata y me senté.
Cuando volteo a mirar, la niña se me acercó y se sacó de la boca un pedazo de carne y me lo metió a la boca. Ella hizo eso y la cogieron del pelo, la jalaron y la metieron a la teja. Cuando me paré, me dio mucha rabia y le dije al papá ‘¡no haga eso!’ y me fui, pero la gente que estaba ahí empezó a tirarme piedras mientras iba caminando.
Seguí subiendo por la montaña y llegué a otra meseta donde había una fogata grandísima. Al otro lado de la fogata había un muchacho que conocía de niño. Lo llamé, él tenía un plato, lo dejó en el piso y vino hacia mí y me preguntó ‘¿Usted quién es?’ y le dije ‘soy Juan Carlos Devia’ él se desplomó y me dijo ‘Juanchito tú estás mal, eres un monstruo, estás hinchado, lleno de sangre. Tú no puedes ser Juan Carlos’. Le dije, tengo hambre. Fue, recogió el plato y me dio ese plato de sopa.
Le dije que tenía frío, que estaba cansado. Me dijo: ‘Yo te voy a ayudar, pero no puedes mencionar mi nombre’, porque él era un pilluelo del sector. Y él me llevó a donde había un plástico grandísimo, que era donde estaban los que habían salido a tiempo los del cerro de la cruz.
Antes de llegar había una muchacha que le decían la paisa. Entre los dos me ayudaron y me llevaron allá al toldo. Dijeron ‘señores, por favor ayudemos a Juan Carlos Devia, él es hijo de Misael Devia Morales’. Y alguien gritó: ‘de malas, que le pida al papá ayuda’… a mí me dolía tanto el corazón, que ya era la segunda vez que me agredían verbalmente, luego de la pedrada.
Lo cierto es que mi conocido, el pillo, consiguió unos palos y me hizo una choza en medio de la lluvia y me dijo acuéstate, pero yo no podía. Él me botó unas ramas al piso y me acostó. Y empecé a temblar y me dijo que ya venía. Él volvió y me puso un costal de harina y me dijo: ‘Juanchito, hasta aquí te ayudo’.
Él se fue y a los 10 minutos me quitaron el costal. Me quedé ahí y pasé la noche del 14 de noviembre. Al otro día, cuando abrí los ojos, estaba lleno de moscas, quise espantarlas y me volvió el dolor, por todo lado me salía sangre, tenía dolor de cabeza y mucho calor. La garganta me dolía, como pude me paré, cogí el palo y caminé.
Empecé a ver los helicópteros que llegaban a la punta del cerro de la cruz. Allá paraban y recogían gente. De pronto vi que estaban bajando y recogían abajo y así sucesivamente. Intenté bajar y luego subir.
Yo no podía avanzar mucho, yo en una hora avanzaba por ahí dos cuadras, porque estaba prácticamente arrastrándome y me solté, me desplomé y me fui por la ladera. Caí a un charco de agua y caí de cabeza y empecé a tomar agua porque yo quería, tenía sed. Y alguien que pasaba por ahí me tomó del cabello y me jaló. Me dijo ‘¡no tome eso, eso tiene azufre!’. Me volteó boca arriba y se fue.
Luego me paré y vi que estaban recogiendo gente. Empecé a dar los pasos y ahí sí me fui ladera abajo y caí en un pasto altísimo, como de un metro de alto. Vi que un helicóptero que venía paró como a unos siete metros de donde estaba y empecé a quedar tapado porque con el viento, el pasto no dejaba que me viera.
Uno de los que estaba en el helicóptero dijo ‘¡sargento, por ahí oigo gritos!’ y yo conocía a ese muchacho y empecé a gritar ‘¡Molinaaaaaaa, Molinaaaa!’ y seguí repitiendo el nombre y ese muchacho que casualmente me conocía fue el que me encontró en medio del pasto.
Llegamos a Lérida, Tolima, allí nos acomodaron en camillas, no tiraban el agua a baldados para limpiarnos porque todos los que estábamos, íbamos llenos de barro y olía uno terrible, porque la carne ya se estaba descomponiendo. Me empezaron a inyectar, nos llevaron al centro de salud, que quedaba al pie de la iglesia, allá me sentaron en una silla, me lavaron otra vez con una manguera. Me hicieron puntos en el talón donde se me había incrustado el chuzo al salir del lodo, medio me curaron y me cerraron las heridas.
El dedo quebrado era imposible, porque estaba muy grueso y en la pierna no me hicieron nada. Me llevaron hasta la iglesia. Ahí me acostaron en un colchón y de pronto, llegó una prima mía gritando. ‘¡Primo! Juan Carlos, yo sé que usted está acá, responda’. Llegó, me abrazó en el colchón y me dio unas galletas con salchichas.
Mientras comía me peguntaba por los hijos de ella. Yo la verdad no sabía de ellos y le expliqué que yo estaba en el banco. Como a eso de las 6:30 o 7, hubo una explosión ‘boooooooommmmm’. Todo el mundo pensó que se había venido otra avalancha, salieron corriendo y como pude me paré y empecé a salir.
Cuando llegué a la puerta, había un furgón grande y alguien de los que estaba ahí dijo ‘¡cojamos a este!’, entonces me cogieron y me metieron a ese carro. Con el tiempo, se supo que la explosión había sido que a un soldado se le había estallado una granada.
Me llevaron hasta Ibagué y me dejaron en la cera de enfrente del Hospital Federico Lleras. Estaba ahí cuando iba un señor mirando caras y yo lo reconocí. Era un señor de apellido Ayala y me dijo ‘tú eres Devia, porque yo te vi en la iglesia de Lérida. Espérame porque aquí no te van a recibir, yo te voy a ayudar’. Y se fue a la Casa del Maestro, un edificio del sindicato de maestros del Tolima que queda más o menos cerca al hospital, y vino y me recogió y me llevó a esa casa.
Fue y me dejó allá y me dijo ‘hasta aquí te ayudo’ y se fue también. Me recibieron, me pusieron droga y yo estaba embotado por la droga. No podía hablar, la lengua la tenía como una pelota. Me empezaron a limpiar y escuchaba que los médicos decían: ‘a este señor le damos ocho días de vida, tiene gangrena gaseosa en la pierna izquierda, el dedo de la mano izquierda hay que amputárselo, la oreja la tiene partida y en la quijada tiene una abertura y ahí se le metió el barro entre la piel y el hueso’.
Cuando decían que me iban a amputar la pierna yo quería gritar, decir que no, pero no podía, solo se me salían las lágrimas, porque yo no quería, yo veía cuando pasaban la gente y la veía sin miembros. Le pedía al Señor que me ayudara.
De pronto me levantaron, porque me tocó el turno a mí. Me pasaron a una mesa metálica blanca, me acostaron en un charco como agua sangre, ahí era donde hacían las operaciones.
Al lado había una caneca llena de miembros: brazos, piernas… del salón me separaba una sábana blanca que ponían como cortina. Como yo no podía hablar le pedía al Señor que no me fueran a cortar la pierna.
De pronto se abrió la cortina blanca y apareció mi hermana Rocío Devia, que vivía en Bogotá y no vivió la tragedia, y dijo ‘¡NO, a él no le van a hacer nada, él, si se muere, que se muera completito, pero que lo vea gente que sepa!’.
Lo cierto es que para poder sacarme, le hicieron firmar un documento. Ella había escuchado mi nombre por los noticieros y se vino a buscarme y cuando ella llegó ya había hablado en recursos humanos en Bancafé y me sacaron en una camilla y me sacaron de ahí para llevarme al Seguro Social en Ibagué, pero allá no me recibieron.
Al medio día mi hermana volvió por mí y consiguieron una avioneta para llevarme a Bogotá. Nos trajeron a aeropuerto Eldorado y me llevaron en una ambulancia a la Clínica San Pedro Claver.
Allí nos estaba esperando un cirujano, que era un familiar lejano. Él de una vez me preguntó por las hermanas de él y yo le dije que no sabía nada. Me tomaron una radiografía de cuerpo completo. Y él fue el que determinó que en la pierna no tenía gangrena. Me la jaló del talón y me dejó casi privado del dolor, pero me la acomodó de una vez, porque el hueso de la tibia se había subido al lado del fémur.
Él me quitó toda la carne negra que tenía por diferentes partes, la quijada, la pierna, el talón. Mejor dicho él amaneció conmigo al tercer día haciéndome las curaciones. Entonces me mandó al cuarto piso y ordenó que me pusieran una especie de arco encima del cuerpo y encima de este las cobijas, porque si me las ponían sobre la piel se me pegaban por las heridas.
Y tuve una enfermera muy mala gente. Cogió las cobijas, me las botó encima y me arropó. Ahí sentí como si me hubiera caído otra vez el planchón ese encima, pero yo seguía sin poder hablar muy bien. A la madrugada llegó otra enfermera y me levantó y me quitó las cobijas, que ya estaban pegadas. Yo no gritaba, solo lloraba porque no podía hablar bien.
El dolor era terrible, terrible. Me hizo bañar, me volvió a tirar las cobijas encima y yo no podía hablar. El señor que estaba a mi lado se quejaba del mal trato que me estaban dando las enfermeras, pero no le prestaban mucha atención. Ahí dije, yo me quiero morir. Ya era la tercera vez que sentía un rechazo terrible, yo pensaba ‘Dios mío, qué hice’.
Luego llegó mi otra hermana y pidió sacarme y también le tocó firmar para sacarme. A las ocho de la noche me sacaron en una ambulancia y me llevaron a otra clínica. Entramos, me acostaron en una cama, me pusieron en un arco, las cobijas encima del arco.
Una monja entró y me dio una sopa de pastas y me la tomé toda. Cuando terminé todo dijeron ‘enfermo que come no muere’. Me atendieron, duré casi mes y medio. Pero ahí tuve un tiempo de tortura porque cuando los aviones pasaban sentía un temblor, como cuando venía la avalancha y del desespero de buscar una salida para salvarme, me iba a tirar del piso en el que estaba, pero una prima que me cuidaba me sostuvo.
Con el tiempo me sacaron, salí mal. La pierna me dolía mucho, me hacían terapias. Volví a entrar al banco y me hicieron una cirugía porque el ligamento exterior cruzado se reventó y me lo pusieron nuevamente.
Duré casi cuatro años con sicólogo y siquiatra, porque ahí sí me empecé a enloquecer. Después de que supe que mi papá y mi mamá estaban muertos, mi novia estaba muerta, como 35 familiares más muertos, entonces empecé a decaer y no quería vivir. Tenía fisuras en el intestino de tanto barro y tierra que comí. Y pensaba ‘si no me morí a los ocho días, de pronto ahora sí’.
Empecé a hablar con mis amigos que habían muerto en Armero, yo los veía. Con Adalberto Orozco hablaba de canciones de Diomedes Díaz, que nos gustaban a los dos. Ponía esa música y tomaba una botella de ron y me la tomaba. En el día me tomaba una botella o dos y caía.
No podía dormir y pasaba todas las noches viendo los muertos, viendo sangre, todo lo que me sucedió, acordándome de lo de la pierna, del muchacho que me dio la sopa y no podía dormir. Cualquier ruido que estallara me enloquecía y así estuve durante tres años.
Una vez golpeé al siquiatra, porque tenía ganas de matar y él me dijo ‘pégame’. Al final él me abrazaba y lloraba conmigo y me decía que contara la historia una y otra vez. Me decía ‘cuéntala tantas veces, hasta que se te meta en la cabeza que es como una película’. Cuando yo empezaba la historia era más lo que lloraba, que lo que contaba. Pero ya me hice a la realidad.
También me dio muy duro saber que yo apenas empezando a trabajar, ya había comprado un lote por intermedio del banco y que todo me iba bien y pensaba casarme en diciembre con Luz Dary, mi novia, que terminaba ese año su bachillerato comercial.
Estábamos listos para el próximo semestre empezar a estudiar a distancia en la Universidad del Quindío. Teníamos un futuro promisorio. Si nos hubiéramos casado hubiéramos tenido por lo menos 12 hijos, jajajajaja.
Pero aquí en Bogotá me encontré con la hermana de Luz Dary. Nació mi primera hija, nació mi segunda hija y con eso empecé a salir a flote. Ya tenía alguien por quien luchar. Luego de mis problemas con el alcohol la mamá de mis dos hijas hizo su vida aparte y yo me quedé con ellas y tenía alguien por quien vivir.
Tuve novias, pero no quería nada con nadie. Se me venía a la cabeza Luz Dary, quería verla. Iba al centro y me parecía verla y me iba detrás de las muchachas, y me decía para mí mismo que estaba loco. Luego tuve otra novia y con ella tuve otra hija.
Con el tiempo conocí a Maribel, mi esposa actual, me casé con ella por la iglesia hace 14 años y con ella tengo a mis dos hijos menores. Pensé que no iba a poderlo superar, hay momentos en que me da duro. Pero por esos cinco hijos vivo y soy testigo de una tragedia que enlutó a Colombia y de la cual, no sé cómo pude sobrevivir.
JUAN CARLOS DEVIA
MI RECORDADO AMIGO…….JUAN CARLOS……QUIERO Q SEPAS QUE SE LE APRECIA MUCHO. DE IGUAL MANERA A SUS HNOS….GERMAN, ALAN…….BRAND.
Admirable tu fe…deseos de vivir y fuerza de voluntad… definitivamente Dios te apoyo y te dio la entereza para superar tanto sufrimiento !!…
Pensar que esa tragedia se pudo haber evitado si el gobierno hubiera procedido correctamente…..se obro con irresponsabilidad causando muertes y torturas inconmensurables !!….