El 26 de abril de 1986, la dirección de la central nuclear de Chernóbil decidió aprovechar una parada planificada del reactor número cuatro para hacer un test de seguridad. La prueba comenzó a la una y veintitrés minutos de la madrugada. Un minuto después, el ingeniero que estaba al mando escribe en su cuaderno: “golpes fuertes, las barras del sistema de protección se han desactivado”.
Una subida incontrolable de la potencia provoca… dos explosiones seguidas de incendios. Queda destruido el corazón del reactor número cuatro, del tipo RBMK. Una nube altamente radiactiva se levanta en el cielo.
Dos días más tarde, se detecta en Suecia un nivel anormal de radiactividad. Se evacúa la central de Forsmark, antes de comprobarse que la nube viene del este.
Las autoridades hicieron todo lo posible para ocultar la catástrofe que se cernía sobre Chernóbil. En ese momento, la explosión ya había causado dos muertos entre los empleados: uno cuyo cuerpo jamás se encontró y, otro, que murió en el hospital horas más tarde.
Los bomberos que acudieron a apagar el incendio, sin protección alguna, fueron altamente irradiados. En vano. Luego, las autoridades intentaron enfriar el reactor vaciando cuatro mil toneladas de sacos de plomo y arena.
La gestión de la catástrofe fue desastrosa. Los 48.000 habitantes de Pripyat, a tres kilómetros de Chernóbil, fueron víctimas de la ley del silencio y la radiación les cayó encima.
La evacuación no se efectuó hasta el mediodía del 27 de abril. O sea, un día y medio más tarde de la explosión. La investigación posterior revelará errores de manipulación y construcción en el reactor soviético.
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