La lengua absuelta
Un sistema que paga treinta y ocho dólares al mes a cada obrero por jornadas de hasta sesenta horas, sin agua, sin contratos fijos, sin seguridad social, sin derecho a tener sindicatos; es el mismo sistema que les paga a las modelos famélicas de sus fastuosas pasarelas cerca de un millón de dólares al mes.
Una lágrima de sangre recorre el rostro del hombre. Abraza a una mujer. Una amiga, o una novia, o una hermana. No sabemos. El intento de salvación y la derrota en medio de los escombros. La arena cubriéndoles las ropas manchadas, los muros del edificio apretándoles la cintura. Sus contexturas se notan fuertes. Eran jóvenes. A lo mejor unos de los muchos que vinieron del campo a buscar oportunidades a Daca, dejando sus hijos allí. Unos de los tantos que viven en míseros ranchos para poder enviar algo de dinero a sus familias. A lo mejor tuvieron una larga agonía. Quizá supieron que estaban en el momento final. La lágrima delata el duelo por su propia muerte.
La imagen fue captada por Taslima Akhter, una activista y fotógrafa de Bangladesh, en abril pasado, en medio de las ruinas del Plaza Rana, el edificio de maquilas donde murieron 1.127 trabajadores. La foto ya es un icono de los desastres de la globalización. De los nuevos esclavos. De un sistema que paga treinta y ocho dólares al mes a cada obrero –obrera, porque casi todas son mujeres–, por jornadas de hasta sesenta horas, sin agua, sin contratos fijos, sin seguridad social, sin derecho a tener sindicatos.
El mismo sistema que les paga a las modelos famélicas de sus fastuosas pasarelas cerca de un millón de dólares al mes y que ha ubicado a los dueños de las grandes marcas en las listas de los millonarios del planeta. Es la moda. La industria más boyante de la actualidad.
El dueño de Zara, por ejemplo, es el hombre más rico de España y el quinto más acaudalado del mundo. Su rostro siempre está en las revistas del jet set donde se le menciona por haberse hecho, supuestamente, a pulso. Y Wal-Mart resultó ser la compañía con mayor crecimiento y ganancias de Estados Unidos, superando incluso a la industria petrolera.
En cualquier ciudad del mundo sus vitrinas pululan. Zara, Mango, Gap, Wal-Mart, Calvin Klein, H&M, entre otras, hacen constantes llamados de Sale y entonces se arman colas interminables de mujeres para obtener la camiseta básica de veinte dólares o el pantalón de cuarenta, confeccionadas en Bangladesh, Vietnam o China. En sus rutilantes vidrieras más que ropa se ofrecen belleza y comodidad, estilo y juventud. En otras palabras, clase.
El último abrazo debería pender de las fachadas de estas tiendas y estamparse en las marquillas de cada prenda, para recordarnos que esto no es un accidente sino un nuevo orden mundial. Repudiable y cruel.
En mayo, la mayoría de las empresas que trabajan en Bangladesh firmaron un acuerdo para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y la vigilancia de estas fábricas. Cínicamente se les ha oído decir que sin ellos Bangladesh estaría peor, porque estos empleos basura han contribuido a bajar la pobreza en un 30 por ciento. O decir que quien falló fue el gobierno local que tenía obligación de controlar a los empresarios. Ellos saben la ventaja que les da instalarse en países con gobiernos corruptos, incapaces de luchar por los suyos.
Para tranquilidad de las conciencias, el dueño del edificio que colapsó, Mohammed Sohel Rana, está en la cárcel. El perfecto chivo expiatorio.
Mientras tanto, las revistas del corazón y las publicaciones financieras más serias siguen destacando a los dueños del negocio de la moda como la gente más glamurosa del mundo, y como creativos que han hecho sus fortunas a punta de ingenio y esfuerzo propio.
Por: Marta Ruiz