El 23 de septiembre de 1983, el error de un técnico electromecánico culminó una década de improvisaciones con una «excursión de potencia» que causó su muerte en 48 horas y la irradiación de un número desconocido de personas.
El Centro Atómico Constituyentes es uno de los emblemas de la actividad nuclear en Argentina. Allí funciona el Instituto Sábato, que forma especialistas de grado y posgrado en ciencia de los materiales, el acelerador de partículas TANDAR13 y laboratorios en los que se estudian nanotecnología y energía solar.
En sus jardines, se baña al sol un clon del manzano de Isaac Newton,que brotó de un gajo extraído del histórico árbol que aún hoy se encuentra en el jardín de la casa del célebre científico en Woolsthorpe Manor, hoy convertido en museo. Al igual que sus hermanos de Bariloche y Ezeiza, depende de la Comisión Nacional de Energía Atómica.
Nada daba a entender que en la cálida tarde del viernes 23 de septiembre de 1983 algo podía llegar a cambiar el curso de más de tres décadas sin accidentes de importancia en el reactor RA-2 del Centro Atómico Constituyentes. Como cualquier otro día de trabajo, el técnico electromecánico Osvaldo Rogulich esperaba con ansias el timbre de las 17.00. El metálico sonido marcaba el fin de la jornada, la llegada de la combi que lo trasladaría a la sede de la Comisión Nacional de Energía Atómica y de allí a su casa en Temperley, donde estaba haciendo unas refacciones con sus propias manos.
Cuando se acercaban las 16.00, Rogulich recibió un pedido inusual para la hora: cambiar la configuración del núcleo, que implicaba vaciar el tanque de agua ligera que cubría al reactor y luego modificar la posición de las barras y las placas. Para ello contaba con unas sofisticadas pinzas que habían sido probadas durante una exposición haciéndole el nudo de la corbata a distancia a un voluntario, pero demoraban mucho tiempo.
Aún despuntaba el sol sobre la fachada del centro atómico emplazado sobre la avenida General Paz, en el límite entre San Martín y CABA, cuando Rogulich comenzó el ejercicio ordenado sin supervisión ni guía, como solía suceder.
Las inmediaciones del Centro Atómico Constituyentes no eran un ejemplo de disciplina y seguridad. Según testigos y ex trabajadores del sitio, el sistema de vacío se atoraba, lo que provocaba que los operadores deban entrar a la zona del reactor para sacudir los caños con un escobillón mientras eran irradiados. Lo mismo ocurría con las ventanas de seguridad, que debían estar llenas de agua para detener la radiación, pero al estar torcidas muchas de ellas permanecían a medio llenar. Las fugas de neutrones térmicos eran tantas que a uno de los operadores debieron secuestrarle su anillo de casamiento y enterrarlo en el cementerio atómico de Ezeiza porque había quedado radioactivo.
En este escenario de improvisaciones, Rogulich vació el tanque hasta la mitad, ignorando que la nueva configuración era demasiado potente. A las 16.10 de aquella fatídica tarde del 23 de septiembre, intentó modificar la posición de una placa de aluminio con uranio enriquecido al 90 por ciento. Y entonces, vio un disparo de luz que duró apenas 70 milisegundos y no le provocó dolor alguno. Él lo supo inmediatamente: era la condena fatal e irreversible de los que cometen un error con la energía atómica.
A modo de ejemplo, una radiografía dispara 0,04 rads sobre el cuerpo humano. Lo suficiente como para prohibirle a las embarazadas llevar adelante la práctica por riesgos en la fisiología celular del feto. En sólo esos milisegundos, Rogulich recibió unos 2 mil rads de radiación gamma y unos 1.700 rads de neutrones.
Pocos minutos después, comenzó a sufrir vómitos, dolores de cabeza y diarrea. Lo internaron inmediatamente en el Policlínico Bancario, en el que tuvo la visita de Carlos Castro Madero, vicealmirante doctor en física y por entonces presidente de la Comisión Nuclear de Energía Atómica, quien declaró que todo había sido culpa Rogulich, “del mismo modo que un electricista que se olvida de desconectar la luz al trabajar”. Nada de culpas para un centro atómico que hacía rato que no prestaba atención a las normas de seguridad.
Treinta horas después, comenzó nuevamente con vómitos, ansiedad, desórdenes neurológicos y lesiones vasculares. Convulsionó, tuvo tres paros cardíacos y, finalmente, murió. Habían pasado 48 horas y 25 minutos del accidente.
Numerosos trabajadores del Centro Atómico Constituyentes aseguraron entonces que las alarmas del reactor RA-2 nunca se dispararon. Incluso, se atrevieron a deslizar rumores sobre un desvío de fondos en la compra e instalación de las mismas. Lo más alarmante, sin embargo, fue que sí sonaron las alarmas del reactor conjunto, lo que provocó que los que allí trabajaban huyan a cobijarse al mismísimo RA-2, metiéndose sin saberlo en el foco de la radiación.
La pregunta que numerosos investigadores se hicieron durante años fue: si la radiación llegó al reactor conjunto, entonces abandonó el accidentado RA-2. El mismo se encontraba a pocos metros de la transitada avenida General Paz. ¿Cuántos conductores viajaban en ese momento por allí? ¿Cuántos fueron irradiados? ¿Cuántos murieron de las secuelas años después? Con absoluta seguridad, nunca nadie lo sabrá.
Las autoridades de la dictadura militar le ordenaron a la comisión investigadora de la CNEA que no queden huellas del accidente. A contramano de lo declarado por los testigos, se lo catalogó como de nivel 4, que corresponde a un evento sin riesgo para el exterior de la instalación. Se determinó que el accidente fue enteramente culpa de Rogulich, y que 17 operarios más fueron irradiados con bajas dosis de rads, pero nunca se conoció información sobre el cuadro clínico de ninguno ni se presentaron informes de seguimiento con el correr de los años. Semanas después, el reactor fue puesto fuera de servicio y entre 1984 y 1989 se procedió a desmantelarlo y decomisarlo.
En el año 2005, bajo el gobierno de Néstor Kirchner, se reabrieron todas las dependencias al uso de operarios. Sin embargo, hasta el día de hoy nadie ha vuelto a hablar del accidente, ni el mismo figura en ningún sitio oficial de Comisión Nacional de Energía Atómica. (www.REALPOLITIK.com.ar)
Llamar a esto el «Chernoby argentino» es una falta de respeto. Tanto por las causas como por la magnitud. Un título bien «clickbait» que le quita seriedad al artículo
¿Como le van a decir el «Chernobyl Argentino»?
No hay forma de dejar más en evidencia que no investigaron ni les interesa saber lo que sucedió, sus causas y consecuencias reales.
«ordenaron a la comisión investigadora de la CNEA que no queden huellas del accidente» dicen, los compañeros de Osvaldo registraron todo y todavía se puede acceder a toda la información, mediciones y estudios que le hicieron, también se puede encontrar todos los cambios de seguridad de la instalación y de los protocolos.
Todo el tiempo se habla de Osvaldo y del accidente dentro de la comisión porque no sólo forma parte importante de la historia si no también para informar a cada uno de los ingresantes, incluso a los encargados de la administración.
Vergüenza debería darle Nestor Adolfo Botta.
Hola Gastón ¿Porque me tratás de la mala manera a mi?
Sólo publiqué la noticia que divulgó http://www.realpolitik.com.ar.
No soy el autor.
Si vas al enlace publicado como fuente vas a poder indagar en el autor de dicha noticia.
Saludos
Nestor
hermosa información , ni tenia idea, que desastre y que basuras de personas los gobernantes