Es una apacible mañana de domingo en el tranquilo barrio de San Cristóbal en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Un típico barrio de clase media. Estoy en la terraza de mi casa leyendo un libro y disfrutando del sol del mediodía. De pronto un fuerte ruido de vidrios rotos hace que todos los vecinos miremos hacia arriba y así vemos el humo saliendo por la ventana de undécimo piso de un edificio de apartamentos.
Apenas unos minutos después llegan los bomberos. Las llamas ya aparecen saliendo hacia el exterior. Se trata de un edificio construido en 1960 y no posee red de agua contra incendio. Los bomberos deben desplegar un línea de manguera por la escalera. Mientras tanto, las llamas crecen y el color negro del humo indica que están ardiendo derivados del petróleo, probablemente la espuma poliéster de un colchón. Los bomberos siguen trabajando para llegar con el agua hasta donde está el fuego. La persiana exterior, de madera, cae ardiendo a la calle. Las llamas llenan por completo el ventanal de tres metros de ancho. Desde mi posición estimo que superan los cuatro metros de altura y por el exterior del edificio alcanzan la persiana del piso superior, que también toma fuego, produciéndose la rotura de los cristales de este piso. Finalmente, luego de unos quince minutos, el sonido de la autobomba indica que los bomberos han llegado con la línea de manguera hasta el foco de incendio. El humo gris muestra la mezcla de los productos de la combustión con el vapor de agua. En pocos minutos el incendio es extinguido. No hay víctimas. Las pérdidas materiales no son importantes. El expediente seguramente indicará como causa una falla eléctrica. La propietaria del apartamento explica entre lágrimas a los vecinos que no entiende qué ocurrió. Ella estaba en la cocina cuando fue alertada por el mismo ruido de vidrios rotos que todos escuchamos.
¿Qué conclusiones podemos extraer de todo esto?
- Lo primero que surge es que no estamos a salvo. El fuego, contradictorio agente de progreso y calamidad, puede aparecer en cualquier momento.
- El aviso hubiera llegado mucho antes si el apartamento tuviera un detector de humo en el corredor que lleva a los dormitorios. La alerta temprana es vital en un incendio y sólo cuesta unos veinte dólares.
- Cuando el fuego fue detectado ya era muy grande como para poder atacarlo con extintores manuales. De todo modos, muy probablemente ninguno de los ocupantes del edificio sabe utilizarlo.
- Desde siempre se tarda más en llegar con el agua al foco de incendio que en apagar el fuego. Este es el motivo de fondo que condujo a la invención del rociador automático. Si el edificio hubiera tenido esta protección el daño hubiera sido mínimo. Pero un edificio de viviendas con rociadores en Latinoamérica es aún una utopía.
- Los incendios en viviendas pueden ser mucho más graves de lo que imaginamos. Estamos rodeados de plásticos derivados del petróleo que arden con gran liberación de calor. No pensemos que habrá tiempo suficiente.
- Si en la fachada (frente) del edificio hay material combustible, el incendio puede propagarse fácilmente por el exterior. Incluso no habiendo material combustible, el calor de las llamas puede romper los vidrios del piso superior y el incendio propagarse.
¿Alguna de estas conclusiones es nueva? No, se conocen desde hace décadas. Sin duda somos sobrevivientes cotidianos del fuego urbano.
Eduardo D. Álvarez
Fuente: Boletin NFPA En Contacto – Mayo 2013