Talleres ilegales de ropa: hay unas mil personas explotadas en La Plata

Esa es la estimación de quienes investigan el tema. Aunque denunciadas hay sólo ocho, en la Justicia dicen que el número de fábricas textiles clandestinas en la Región es por lo menos cuatro veces mayor. Calculan que en cada una trabajan entre veinte y cuarenta personas, la mayoría de origen boliviano y con sus documentos retenidos. Detalles de una actividad que crece.

En los galpones allanados hace diez días en Hernández se descubrió la existencia de 104 máquinas de coser industriales y se incautaron decenas de buzos, camperas y jeans

El llamado fue a principios del mes pasado. De un lado escuchaba un agente de la Departamental La Plata. Del otro, una voz anómima alertaba sobre trabajo esclavo en varios talleres de ropa ubicados en Hernández, a minutos del centro platense. Hablaba de condiciones infrahumanas y de violencia laboral. También de amenazas. Aquel llamado derivó en una serie de investigaciones que incluyeron filmaciones, fotografías encubiertas y la recepción de testimonios con reserva de identidad. Y desembocó, el 21 de junio pasado, en un operativo donde la Justicia platense ordenó 10 allanamientos en viviendas de la zona de 27 y 513. Allí, según el reporte oficial, unas veinte personas de nacionalidad boliviana se encontraban reducidas a la servidumbre en precarios talleres con decenas de máquinas de coser.

Fue uno de los hallazgos en la materia más importantes de los últimos tiempos. A casi diez días de aquel descubrimiento, sin embargo, quienes encararon la investigación creen que se trató apenas de un indicio. Un ejemplo. La punta de un iceberg que crece en silencio y tiene esclavizadas a cientos de personas en nuestra región.

¿Cuántos talleres textiles clandestinos funcionan en La Plata? ¿Cuánta gente trabaja en ellos? ¿Para quiénes lo hacen? Uno de los que escucha estas preguntas es el fiscal platense Fernando Cartasegna, quien lleva adelante los asuntos vinculados con el delito «trata de personas». Aunque dice que por el momento hay sólo ocho talleres de este tipo denunciados en nuestra región, reconoce que para la Justicia local hay al menos cuatro veces más. En cada uno, según el fiscal, trabajan unas treinta personas, aunque muchas de ellas son reducidas a la servidumbre con sus propios hijos en el mismo lugar donde se las explota. «Normalmente son mujeres con niños -puntualiza-. Son empleadas a `cama caliente’, es decir que trabajan y duermen por turnos en el mismo lugar».

El de las horas y sueldos es un tema siempre difícil de determinar para los investigadores. Varía si el taller trabaja con clientes fijos o a pedido de temporada, pero casi nunca baja de las 12 horas diarias. En épocas de cambio de temporada, incluso, se sabe que los trabajadores apenas duermen y pueden llegar a turnos de casi 18 horas por día. «Las técnicas de los explotadores hacen que crean que trabajan por productividad y que la policía migratoria los busca -detalla Cartasegna-. Por eso pueden pagarles lo que quieran, después de descontarles la comida, el alojamiento y el transporte original».

 

Hay casos donde los dueños de los talleres ponen avisos en la calle y en los medios de Bolivia, o incluso salen con un auto con parlantes que ofrece trabajo en Argentina. Así los reclutan, les retienen documentos y les dicen que tienen que trabajar para pagar la deuda generada por los pasajes y la comida. Si bien se explica que el salario fijo nunca lo cobran completo, se sabe que el sueldo máximo al que pueden aspirar no supera los 800 pesos al mes. «En el rubro textil los bolivianos son los más buscados -sostiene el fiscal-. Vienen en su mayoría de la zona fronteriza y saben usar la maquinaria. Por lo general conocen a que vienen pero ignoran las condiciones. Se enteran acá y, una vez atrapados en el negocio, ya es tarde para volver atrás».

 

CLANDESTINOS

La escena se produjo minutos después de que entrara la policía. En uno de los cuartuchos de 27 bis entre 512 y 513, donde hasta hacía un instante los carreteles eléctricos no habían dejado de sonar, decenas de buzos, camperas y jeans formaban una montaña a punto de venirse abajo. A un costado, a tan sólo metros de los detenidos que se apoyaban en fila contra la pared, la dueña de casa, una mujer de unos 40 años, lloraba y daba explicaciones como podía. «Yo quería volver a mi país -decía ella, casi como en un ruego tardío y resignado-. A mí no me gustaba la costura. No sabía nada. Me quería ir, nada más».

El lugar era un escenario de miseria y castigo: las casas allanadas en Hernández no eran más que galpones o habitaciones de chapa y madera donde la ropa era manufacturada en 104 máquinas de costura industriales. «El baño es sólo hacer pis», rezaba un cartelito escrito a mano y colgado de una puerta. En el taller principal, como en el resto de los cuartos, las paredes estaban sin revocar y los cables de luz colgaban de todas partes.
Una postal de la esclavitud urbana en el siglo XXI. No muy distinta a las ya denunciadas y descubiertas en otros puntos de nuestra región, donde los propios investigadores reconocen lo difícil de fiscalizar un negocio en el que cualquier casa o departamento puede funcionar como taller. Si bien creen que los grandes galpones que funcionan ilegalmente en La Plata superan los treinta, saben también que hay otros tantos, tal vez cientos, que operan a escondidas en pequeñas habitaciones donde la justicia no logra llegar.

«Hay que trabajar mucho -reconoce Cartasegna-. A veces avanzar en una investigación se complica por determinadas decisiones jurisdiccionales, que cierran algunas puertas». Lo que dice el fiscal encuentra cierto eco en las cifras que manejan en la propia Cámara Industrial Argentina de la Indumentaria, cuyas autoridades creen que unas 30 mil personas estarían trabajando bajo estas condiciones en el Gran Buenos Aires. Según esta cámara, además, actualmente habría en el país cerca de 10 mil talleres que pagan salarios netos de entre 500 y 700 pesos al mes por jornadas diarias de hasta 18 horas.

Uno de los hechos que alertó hace tiempo sobre esta situación ocurrió el 30 de marzo de 2006, cuando seis obreros murieron calcinados en un taller textil clandestino del Gran Buenos Aires. En ese lugar, quince familias trabajaban encerradas bajo llave, de 16 a 18 horas por día, casi sin descanso y cobrando 80 centavos por jean terminado para un negocio de la avenida Avellaneda. Como en el caso de los galpones de Hernández, los investigadores dijeron aquella vez que la tragedia no era más que la cara visible de un monstruo silencioso pero cada día más gigante.

DUEÑOS Y MARCAS

El de los talleres de ropa por fuera del circuito legal es una historia que viene, en el fondo, de la mano de otra historia sin final feliz: la del cierre de las grandes fabricas textiles del país. Lo que en los años cincuenta y sesenta era una actividad pujante y esplendorosa, pasó a ser a comienzos de la década del setenta tan sólo el recuerdo de un tiempo mejor. Las grandes textiles como Grafa, Sudamtex o la célebre Tejeduría de Gorina, entre otras, fueron apagando sus máquinas y sus edificios pasaron a ser enormes galpones abandonados. Causa consecuencia, esto llevó a generar nuevos modos de supervivencia y la población excluida reprodujo a su modo y en las peores condiciones el nuevo modelo de la industria ilegal.

«Los primeros dueños de estos talleres son los que tenían galpones y quedaron desocupados», confirma Cartasegna, aunque precisa que este universo de talleres sin registrar pasó a ser manejado en este último tiempo también por «ex-representantes de colectividades, punteros desplazados y hasta antiguos comerciantes». Según el fiscal, además, estos dueños suelen emplear distintas estrategias de supervivencia: «entregan por ejemplo la maquinaria al esclavo en una especie de contrato leasing -dice-, para que cuando se allane el taller no figure a su nombre y puedan después reclamar las máquinas».

De acuerdo a las investigaciones de la Justicia platense, la actividad clandestina permite confeccionar prendas ahorrando entre un 30 y 50% de costos. Si la producción es excesiva, se apunta, el ahorro puede llegar hasta un 70%. En ese sentido, los propios fiscales admiten que los talleres clandestinos no trabajan únicamente para ferias callejeras, porque para todos -tanto para las ferias como para las casas de ropa del centro- el producto termina siendo demasiado barato y tentador. «Hay una prueba que hicimos con algunas prendas de marcas y con las de la feria -detalla Cartasegna-: son iguales a las originales pero con alguna falla. Si elegís una remera de marca y una trucha y las lavás entre ocho y diez veces, notas que ninguna sufre cambio de coloración. Lo único que se advierte es alguna falla en la costura, en el ensamblado o en el dobladillo». ¿Qué significa? Simplemente que el lugar de producción es el mismo.

En el operativo de Hernández, la ropa incautada era de marcas como Boss, Levi´s, CyC, Tiza, Tucci, Industry, Rapsodia, Wanama, Neutro, Lolis, Geotex y Gótico. También había buzos bordados del Servicio Penitenciario Bonaerense y uniformes del Colegio Católico San Cayetano, de 44 entre 29 y 30. Hasta ahora, sin embargo, nadie puede confirmar la relación directa entre las firmas y el taller ilegal. «Tenemos el inconveniente que algunos magistrados no adoptan todavía las posturas jurídicas de lo que resulta trabajo esclavo y reducción a servidumbre», se sincera Cartasegna, quien revela sin embargo que algunas escuelas e instituciones deportivas de la Ciudad «dejaron de encargar uniformes y equipos a las marcas tradicionales, porque no podían proporcionar la documentación necesaria o sospechaban de su procedencia».

Aunque las grandes marcas suelen decir que todas las prendas de producción clandestina van a parar a las ferias, son muchos los que aseguran que tanto las pequeñas como las grandes casas de ropa contratan esos servicios y alimentan, tal vez más que nadie, un negocio que cobija violencia, desamparo y esclavitud. Un negocio silencioso y casi anónimo, pero que crece y se puede ver en todas partes. Hasta en lo que miramos o llevamos puesto.

Fuente:

http://www.quilmespresente.com

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