Frente a la tragedia no hay ideología, secta, región ni clase social que valga. Una muestra de que sí es posible construir un destino común
Manteniendo la esperanza de que queden sobrevivientes a los cuales se pueda rescatar, el desplome del edifico Málaga en Santa Cruz lanza al país muchas señales que se deben comprender correctamente.
La principal es que los sentimientos de solidaridad de la población están a flor de piel. Parecería que por una serie de motivos, que no viene al caso analizar en esta oportunidad, el creciente retraimiento individual de nuestra población así como su polarización se rompen con fuerza cuando suceden tragedias como la que se comenta, pues frente a ésta no hay ideología, secta, región ni clase social que valga. Hay una unánime respuesta en sentido de prestar la colaboración que se requiera para paliar el dolor y el desastre.
Esta actitud es la que permite albergar la esperanza de que es posible y deseable construir un destino común en el que las divergencias sean respetadas ante objetivos comunes, que en países como el nuestro son muchos.
Asimismo, se debe destacar la solidaridad de Gobiernos amigos como los de Chile, México y Perú que han mandado personal especializado para colaborar en las tareas de rescate. Sin discursos demagógicos ni espectacularización del difícil momento, las autoridades de esos países, donde hay especialización en labores de este tipo, han decidido dar un apoyo puntual que debe ser agradecido.
Pero, por otro lado, el desplome del edifico Málaga muestra nuestra precaria realidad, que permite que se realice una construcción de esa naturaleza sin que, primero, en su diseño y ejecución se hayan adoptado los debidos recaudos para garantizar su calidad y estabilidad. Seguramente en un tiempo más, las autoridades pertinentes presentarán un informe detallado de las razones por las que esa obra en construcción se desplomó. Y segundo, que las entidades responsables de aprobar y supervisar los planos de construcción –la Alcaldía y los colegios de Arquitectos e Ingenieros– no tengan la capacidad de garantizar la buena ejecución de la obra.
Se trata, obviamente, de responsabilidades compartidas, pero en las que la alícuota principal recae en los propietarios y profesionales encargados de la construcción. Se puede presuponer, salvo algún accidente de la naturaleza –que parecería no haber tenido lugar–, que aquéllos han obrado de mala fe. Por tanto, es preciso que se realice una rigurosa investigación sobre las causas que provocaron la caída y se sancione ejemplarmente a quienes resulten culpables por acción y omisión, en el caso de las autoridades y profesionales que deberían garantizar la correcta construcción.
Un tercer mensaje que se puede recoger de esta tragedia, que ya ha costado ocho vidas, es que la seguridad laboral en el campo de la construcción es casi inexistente, salvo honrosas excepciones. Y es de esperar que este hecho sensibilice a las empresas constructoras para invertir sin retaceos en la seguridad del personal encargado de las obras. Probablemente podrían haberse evitado muchas muertes si en la empresa que construía el edificio Málaga se habría velado como corresponde la seguridad de sus empleados.
Por último, corresponde destacar que, en la mayoría de los casos, se ha evitado aprovechar esta tragedia con otros fines que no sean los de la solidaridad con sus víctimas. Salvo excepciones, que siempre las hay lamentablemente, se ha impuesto la solidaridad y la responsabilidad.
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