Horneros que llegan de Bolivia a la provincia argentina de Río Negro buscan adaptar su modo de trabajo ante las inspecciones de las autoridades contra el empleo informal
El centenar de plantas ladrilleras artesanales de Allen (954 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires), en la provincia argentina de Río Negro, se revolucionó el pasado 1 de octubre. Inspectores de Hacienda de Argentina organizaron aquel día un operativo conjunto con la Secretaría de Trabajo provincial y la Dirección Nacional de Migraciones. «Hacemos consultas a los obreros, como, por ejemplo, para quién trabajan, desde cuándo y cuánto ganan”, contó uno de los inspectores. Esta vez no se informó sobre ninguna irregularidad en particular. Las ladrilleras de Río Negro están en manos de bolivianos y emplean a sus compatriotas. Desde hace por lo menos seis años están siendo inspeccionados en forma intensa por las autoridades argentinas porque el sindicato denuncia que el 90% de los empleados del sector en su país trabaja en la informalidad, sin contribuciones a la Seguridad Social e incluso en condiciones rayanas con la esclavitud. Los patrones bolivianos, pequeños empresarios al fin, también han sido acusados de emplear a sus niños, pero ellos lo niegan.
Está claro el choque cultural entre los modos de trabajo de dos pueblos vecinos pero distintos como el argentino y el boliviano. Lo que para unos son formas de trabajo violatorias de la ley, para otros es la manera tradicional de hacerlo, aceptada por empleados que muchas veces son familiares o amigos de sus patrones. A su vez, Argentina tampoco es el reino de la formalidad laboral: un tercio de los trabajadores no ha sido registrado por sus empleadores, según cifras oficiales. En esa economía sumergida hay diversos grados de explotación de los empleados, desde los que carecen de cobertura médica o aportes para su futura pensión hasta las víctimas de la trata de personas.
El segundo mayor colectivo de inmigrantes en Argentina procede de Bolivia, unos 345.000, según el censo 2010. Algunos se dedican a las huertas y los talleres textiles, mientras otros, entre tantos oficios, hacen ladrillos en Río Negro y muchas provincias más. En marzo pasado, el Gobierno rionegrino reglamentó una ley para formalizar a los ladrilleros artesanales, la mayoría bolivianos. Los patrones inmigrantes prometen que regularizarán a sus empleados. En esa tarea los acompaña el equipo Pastoral de Migraciones de la vecina provincia de Neuquén.
“Hay que generar un cambio de cabeza de una sociedad muy occidentalizada”, opina la delegada de la Pastoral de Migraciones de Neuquén, Ana Pimentel. “Ellos trabajan como en Bolivia. Nosotros tenemos prejuicios”, añade quien en 2008, cuando estalló el primer conflicto por inspecciones de las autoridades a las ladrilleras, se instaló una semana a vivir al lado de los hornos, para comprender la situación. “Ellos trabajan como en nuestro campo, donde están todos, los grandes y los chicos. Esa también es nuestra cultura argentina del campo. Pero los chicos de las ladrilleras no hacen trabajo rudo, sino trabajo familiar, van a la escuela. También tienen trabajadores temporarios, que vienen de Bolivia en la temporada sin lluvias ni heladas, que va de septiembre a abril”, cuenta Pimentel, que junto con el Instituto Nacional contra la Discriminación para da cursos de capacitación en los ministerios de Trabajo y de Educación de Argentina y sus provincias. “La mayoría habla en quechua o aymara, y les cuesta entendernos”, comenta la delegada de una diócesis que tradicionalmente ha mantenido una línea progresista dentro de la Iglesia.
A la Pastoral de Migraciones de Neuquén se acercan voluntarios de cualquier nacionalidad o religión. Una de las que colabora es Mary González, que de pequeña vino con su familia desde Uruguay. González, de 36 años, estudia la carrera de seguridad e higiene, pero todas las semanas cruza la frontera provincial para ir al municipio rionegrino de Cinco Saltos (983 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires), donde en el medio de la estepa patagónica, en el paraje El Arroyón, los ladrilleros bolivianos se han unido en una cooperativa para defender su trabajo. A 13 kilómetros de la pequeña ciudad de Cinco Saltos, con vista al lago Pellegrini se emplazan casas con hornos de ladrillos, unos tras otros, a los dos costados de la ruta provincial 70. En una de ellas funciona la cooperativa. Allí se celebran las asambleas mensuales y maestros provinciales ofrecen clases de alfabetización o primaria para adultos. A un costado se amontonan ladrillos y leña. Más al fondo, un campo de fútbol.
Existe un choque cultural entre los modos de trabajo de dos pueblos vecinos pero muy distintos
“En Allen no sucede lo que pasa en El Arroyón», cuenta González. «Allá hay dos o tres bolivianos que tienen muchos empleados. Ahí sí hubo trabajo esclavo, no se los quiere mucho. El boliviano viene acá y necesita trabajar. Se queda en los hornos porque no tiene otra opción. Pero en Cinco Saltos formaron una cooperativa”, añade esta uruguaya que los asesora en la gestión del colectivo o en trámites contables. “Se los guía para hacer las asambleas porque ellos de por sí son cerrados, desconfiados”, cuenta la voluntaria que llegó a la Pastoral después de que se le prohibiera dar clases en escuelas públicas neuquinas por ser extranjera.
Los ladrilleros bolivianos se instalaron en El Arroyón a principios de siglo, pero se nuclearon en cooperativa a partir de las primeras inspecciones de 2008. Al colectivo pertenecen unos 20 varones, cada uno con hasta tres empleados, incluidos familiares, cada uno con entre cinco y 12 hornos. Sus mujeres no trabajan al calor de los ladrillos en cocción sino que en general son amas de casa y se encargan de guardar y gestionar el dinero que cobran sus maridos. Otros diez horneros de El Arroyón no se han integrado en la cooperativa. “Es que hay que ir a las reuniones de cooperativa, no llegar tarde, pagar las cuotas”, comenta otra voluntaria de la Pastoral, Aurora Rosas Vera, trabajadora social de 24 años que vino de Chile como becaria. En total, unos 100 bolivianos viven en el paraje. Argentinos también habitan allí, pero se dedican a arreglar los camiones que transportan los ladrillos o a criar pollos y cerdos.
El presidente de la cooperativa El Arroyón es Santiago Cano, de 40 años, hijo de bolivianos que nació en la provincia de Jujuy, en el norte de Argentina, cuando sus padres habían viajado para la zafra de la caña de azúcar. Cano se crió en Potosí, como la mayoría de sus vecinos en El Arroyón, pero a los 18 migró por primera vez a la provincia argentina de Mendoza para cosechar frutas. Después retornó a Bolivia para plantar ajo, pero hace diez años, “cuando escaseaba el laburo (como llaman los argentinos al trabajo)”, se marchó otra vez. “Mis hermanos habían venido a los hornos y me comentaron que estaban pagando bien”, cuenta Cano. “En Bolivia yo no estaba bien y acá se podía ganar algo, comer mejor, admite el ladrillero, casado con una argentina y con cinco hijos, todos nacidos en Mendoza y Río Negro. En su familia está perdiéndose el quechua que sigue hablando sus vecinos.
Un sindicato denuncia que el 90% de los empleados del sector en Bolivia trabaja en la informalidad
Cano fue empleado de otro ladrillero boliviano durante los primeros tres años en El Arroyón hasta que ahorró lo suficiente para comprar su tierra y armar sus hornos. Es lo que hacen muchos de sus compatriotas. “A veces otros tardan en independizarse, por cómodos, por no arriesgo, por miedo”, opina el presidente de la cooperativa. “Yo quería independizarme porque veía que los patrones ganaban bien”, relata quien trabaja sin empleado, solo con la ayuda de su hijo mayor, de 19 años.
En 2008, autoridades municipales, acompañadas por policías con armas, clausuraron y multaron hornos de El Arroyón. A partir de entonces se acercó a ellos el coordinador de la Pastoral de Migraciones de Neuquén, Jorge Muñoz, para asesorarlos. En respuesta organizaron una caravana de coches y camiones a la ciudad de Cinco Saltos para reclamar su derecho a trabajar. “La municipalidad nos quería reubicar en un lugar lejos, sin luz ni agua porque decían que los horneros afeábamos el paisaje”, recuerda Cano. “Entonces formaron la cooperativa, forestamos, mejoramos las casas. Todo esto era antes un lugar abandonado”, añade.
“Estamos todos en regla, queremos blanquear la gente”, se sincera el jefe de la cooperativa, que ha contratado a una contable y a una abogada. “Siempre están las inspecciones del Gobierno (provincial), como ocurre en las chacras (fincas). Pusieron multas en 2012 y 2013 a algunos compañeros”, admite Cano. “Para mí está bien que inspeccionen. Así podemos trabajar más tranquilos, sin temor. Es muy difícil la cultura boliviana: hay gente que vive en casitas de barro. En Bolivia esto es normal, pero como acá veían que los empleados temporarios vivían en esas casitas, se habló mucho de nosotros. Son cosas que los argentinos no aceptan”, comenta el ladrillero.
No solo las viviendas de los empleados han llamado la atención en Río Negro. También que los niños colaborasen con sus padres en los hornos. “A mí, mi papá siempre me enseñó que me ganara el pan con el sudor de mi frente, pero acá eso está prohibido”, señala Cano. “En Cinco Saltos veo chicos que están en la droga. Es una forma contradictoria a como nos hemos criado. Muchos nos dicen que estamos explotando a los niños. Por los controles, se trata de que los chicos no ayuden, para evitar comentarios y entredichos. Los chicos van a la escuela de Cinco Saltos y son los mejores alumnos. La cultura del boliviano no se pierde: no he escuchado que ninguno de nuestros chicos se drogue. Piensan irse a estudiar a la universidad en Buenos Aires o Córdoba. Mi hijo mayor está terminando la secundaria y espero que sea otra cosa menos hornero. No es algo bueno, es muy sacrificado, prefiero que esté en una oficina. Yo no terminé la primaria y no tengo otra opción”, lamenta el presidente de la cooperativa, que conduce un viejo Renault 12 gris.
Cada horno produce 40.000 ladrillos en uno o dos meses. Sus proveedores y clientes son argentinos. Unos les traen la materia prima, arcilla y polvillo, de canteras instaladas a 10 kilómetros. Otros les proveen leña y aserrín. A su vez, les venden a dueños de corralones de materias de la construcción de Cinco Saltos o Neuquén. “El argentino piensan que los bolivianos nos quedamos con todo, contratamos a nuestra gente, a nuestros primos, pero nosotros damos mucho trabajo a los argentinos. Ellos no valoran lo que hacemos”, se defiende Cano.
Los bolivianos en El Arroyón van cambiado su modo de hablar o sus casas de barro por otras de ladrillo, con baño y cocina, “como viven los argentinos”
El peso argentino se ha devaluado mucho en los últimos tres años en el mercado ilegal de cambios, al que recurren los inmigrantes para enviar dinero a sus familias en sus países de origen. “Ahora hay poca gente que viene, por el (tipo de) cambio. No les conviene venir porque ganan poco. Nos estamos quedando sin empleados, pero hay que aguantar, producir menos, pero sabemos que tenemos para vivir”, explica Cano. Los trámites de migración no suponen un obstáculo en este país abierto a la llegada de sudamericanos. “Parece fácil conseguir los papeles”, destaca el hornero. En cambio, otra barrera consiste en que “ya no hay gente que quiera hacer este trabajo”, admite el hornero.
Ni Cano ni los otros ladrilleros bolivianos desean regresar a su tierra. “Yo no quiero volver. Mis chicos ya están estudiando acá”, dice el jefe de la cooperativa. “Acá hubo uno solo que volvió y sus hijos quieren venir otra vez”, relata Cano.
Los bolivianos en El Arroyón van cambiado su modo de hablar o sus casas de barro por otras de ladrillo, con baño y cocina, “como viven los argentinos”, explica Cano. Sus hijos quieren mudarse a Cinco Saltos y corrigen a sus padres cuando yerran con alguna palabra. Les piden pizza, empanadas de carne, salchichas o milanesas (escalope empanado), en lugar de platos bolivianos como falso conejo (carne con arroz y fideos) o picante de pollo. Los horneros ya no trabajan los fines de semana. “Ahora quieren ir a la plaza, a comer helado, a bañarse al río”, cuenta el presidente de la cooperativa.
Poco a poco, el choque cultural va cediendo, pero aún queda mucho por hacer en Argentina en general. En agosto pasado, el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner acordó con el sindicato de ladrilleros un programa de registro de empleo. “Establecimos un mecanismo de organización en consorcios y un sistema de acceso a la formalización laboral. Además, trabajaremos sobre la erradicación del trabajo infantil”, prometió entonces el jefe de Gabinete de Ministros, Jorge Capitanich. “La mayoría de los trabajadores no está registrada, hay trabajo esclavo e infantil en algunos sectores. En todo el país encontramos la voluntad de los trabajadores por reorganizarse”, evaluó el jefe sindical, Luis Cáceres.