La maldición del amianto

Un grupo de víctimas lanza una ofensiva internacional para retirarle los títulos y premios del millonario Stephan Schmidheiny, expropietario de la empresa Eternit. En Brasil, su objetivo es la Ordem do Cruzeiro do Sul, concedida por el presidente Fernando Henrique Cardoso

Si dependiese de las víctimas del amianto, 2014 sería el peor año de la vida del millonario suizo Stephan Schmidheiny. Estas se preparan para abrir otro frente en la lucha por la prohibición de la fibra cancerígena. Esta vez, su objetivo es algo tal vez más valioso del que la fortuna del empresario cuya familia fundó la suiza Eternit. Durante el siglo XX, el grupo industrial plantó fábricas por el mundo y sembró con ellas enfermedades fatales como la asbestosis (conocida como pulmón de piedra) y mesotelioma (el llamado cáncer del amianto). Ahora, el blanco de enfermos y familiares es el patrimonio inmaterial al que el suizo dedicó mucho dinero, batallones de asesores y los mejores esfuerzos: su biografía.

En Brasil, los abogados de la Asociación Brasileña de Expuestos al Amianto (ABREA) pretenden retirarle la prestigiosa Ordem do Cruzeiro do Sul, concedida al suizo en 1996 por el entonces presidente, Fernando Henrique Cardoso. La ofensiva forma parte de una estrategia internacional de las víctimas, liderada por Itaia. Desde el año pasado, la organización italiana AFEVA (Asociación de Familiares y Víctimas del Amianto) presiona a la Universidad de Yale, en Estados Unidos, para revocar el título de doctor honoris causa en Letras, concedido la Schmidheiny también en 1996. En Venezuela y en Costa Rica empiezan a articularse iniciativas semejantes para presionar a instituciones que lo premiaron. La meta es borrar uno a uno los títulos y premios exhibidos por el millonario en su biografía oficial. Para cada uno de los honores hay un grupo de víctimas organizándose para presionar por su anulación. “Nosotros no estamos interesados en la destrucción de un ser humano, sino en la búsqueda de la verdad. Y la verdad es que no hay honra en la conducta del señor Schmidheiny”, escribió Bruno Pesce, coordinador de la AFEVA, a la dirección de la Universidad de Yale.

Stephan Schmidheiny es un personaje trágico del mundo contemporáneo. Para parte de la humanidad es un villano, para otra es un héroe. Durante la década de los noventa fue extremadamente cuidadoso al construir una biografía que pudiera borrar – o por lo menos ofuscar – su papel de protagonista en la conocida como “la mayor catástrofe sanitaria del siglo XX”: las decenas de miles de muertes en el mundo entero por contaminación de amianto (asbesto), una parte significativa de ellas ocurrida dentro de las fábricas de Eternit, de su familia, o en el radio de algunos kilómetros.

«Stephan Schmidheiny es un personaje trágico del mundo contemporáneo. Para parte de la humanidad es un villano, para otra es un héroe»

Casi lo consiguió.

La familia Schmidheiny, una de las más ricas de Suiza, hizo fortuna explotando el amianto a partir del inicio del siglo XX. En 1969, a los 22 años, Stephan llegó la hacer prácticas en la fábrica de Eternit en Osasco (Grande São Paulo), periodo en el que conoció algunos de los obreros que acabarían muriendo por enfermedades causadas por la fibra. En 1976, a los 29 años, asumió la dirección de los negocios de Eternit y, según su versión, decidió acabar con la producción y vender la empresa al descubrir que el amianto causaba enfermedades graves, algunas de ellas fatales. Pero Eternit no dejó las manos de la familia hasta 1990. No fue cerrada, sino vendida, dejando para los nuevos dueños la lucrativa producción, así como el pasivo humano y ambiental. Su web lo describe en los siguientes términos: “1988 – inicio de la venta de todas las participaciones del grupo suizo Eternit, que concluyó a finales de la década de los ochenta. Las participaciones fueron vendidas a los sucesores legales con todos los derechos y deberes”. Las negritas son mías.

Es preciso comprender el contexto en el que el clan Schmidheiny se retira del negocio responsable por gran parte de su fortuna durante casi un siglo. En aquel momento Europa ya enfrentaba el escándalo del amianto, con miles de víctimas. Se estima que hasta 2025, solo en Francia, morirán 100.000 personas por enfermedades relacionadas con el asbesto. Los primeros países europeos en vetar la materia prima fueron Islandia, en 1983, y Noruega, en 1984. De manera progrsiva, el amianto fue eliminado en diversos países, hasta su prohibición total por la Unión Europea en 2005. Hoy, el amianto está proscrito en 66 países, una lista de honor de la cual Brasil no forma parte.

«Hoje, el amianto está proscrito de 66 países, una lista honrosa de la cual el Brasil no forma parte”

Existen documentos que prueban que la industria tenía informaciones sobre la relación entre amianto y enfermedades mortales desde el inicio del siglo XX. En los años treinta ya había estudios importantes probando el potencial mortífero del asbesto al ser inhalado, causando enfermedades que tardaban años y hasta décadas en manifestarse. Una de ellas, la asbestosis, mata a la víctima lentamente por asfixia: endurece el pulmón a punto de impedir la acción de inspiración/expiración. Miles de trabajadores en el mundo entero murieron asfixiados tras dedicar su vida a Eternit y otras empresas de amianto. La mayoría de ellos aún luchaban en la Justicia por indemnizaciones y asistencia. En Brasil, empresas como Eternit normalizaron un procedimiento. Cuando los obreros estaban cerca de la muerte, casi sin conseguir hablar, sus representantes aparecían en el hospital ofreciendo cuantías irrisorias y un documento listo para firmar, en el que eliminaban la posibilidad de cualquier futura reivindicación judicial por los familiares. Desesperados, con dolor, sin aire, muchas víctimas firmaron los papeles de la vergüenza.

En un primer momento, la industria del amianto negó el carácter tóxico de la fibra. Después, cuando se hizo imposible tapar el creciente número de enfermedades y de muertes de obreros (muchos de ellos por mesotelioma y otros tipos de cáncer relacionados con la contaminación por asbesto), así como pesquisas con resultados cada vez más contundentes, cambió el discurso y pasó a difundir la idea del “uso controlado del amianto”. Intentaba convencer que, con precauciones y protección, era posible continuar produciendo sin arriesgar la vida de los trabajadores. Gastó – y sigue gastando – millones de dólares para pagar a asesores, lobbies y científicos con la misión de hacer circular -y prevalecer- esa idea –. Brasil, país en que el amianto está prohibido solo en seis estados (Rio Grande do Sul, São Paulo, Pernambuco, Río de Janeiro, Mato Grosso y Minas Gerais), es un ejemplo de cómo la estrategia ha funcionado a costa de vidas humanas, de contaminación ambiental y, en breve, de una sangría considerable en las arcas públicas de Sanidad.

Al promover su salida estratégica de los negocios del amianto, Stephan Schmidheiny pasó a ejecutar una especie de lavado de biografía. El millonario suizo acuñó el concepto de “ecoeficiencia”, convirtiéndose en uno de los exponentes de Rio 1992, la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medioambiente y Desarrollo, y creó las fundaciones Fundes y Avina . Esta última, bastante conocida también en Brasil, financia proyectos de reducción de la pobreza en diversos países. Colecionador y conocedor de arte, pasó con desenvoltura por la cúpula de museos como el prestigioso Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. Como “emprendedor moderno y filántropo” dio conferencias en universidades de la Ivy League americana, como Yale. En 2003 creó una entidad llamada Viva Trust, que donó mil millones de dólarse para financiar los proyectos sociales y ambientales de Avina. En este acto anunció su retirada del mundo de los negocios, distribuyendo una tarjeta en la cual, debajo de su nombre, estaba escrito: “piloto de helicóptero y buceador”.

«Miles de trabajadores en el mundo entero murieron asfixiados tras dedicar su vida a la Eternit suiza y otras empresas de amianto»

La conversión de la biografía, de príncipe del amianto a filántropo socioambiental, parecía haber concluido con enorme éxito. Reportajes laudatorios en revistas internacionales -y también brasileñas– lo sacaban en portada o primeras páginas. Todo parecía ir muy bien para Stephan Schmidheiny, como había ocurrido para muchos antes de él en las áreas más diversas. Hasta el 13 de febrero de 2012. En esta fecha fue condenado por el Tribunal de Turín a 16 años de prisión y al pago de 100 millones de euros por la muerte de miles de personas por enfermedades relacionadas al amianto, contaminadas en plantas de Eternit en Italia. El crimen fue descrito como “desastre ambiental doloso permanente y omisión dolosa de medidas de seguridad para los obreros”. El 3 de junio de 2013, la sentencia no solo fue confirmada, sino que aumentó de 16 a 18 años de prisión. La sentencia final está prevista para 2014 en Roma. El otro reo, el barón belga Jean-Louis Marie Ghislain de Cartier de Marchienne, murió el año pasado. Durante el juicio, al cual Schmidheiny no compareció, el hombre que fue descrito en la revista americana Forbes como «el Bill Gates suizo” vio su nombre coronado por la palabra “asesino”.

El comportamiento de Eternit fue descrito en el tribunal, hora tras hora, por hombres y mujeres que, o perdieron a padres, madres, maridos, esposas e hijos por enfermedades causadas por el amianto, o estaban en a punto de perder ellos mismos la vida en cánceres dolorosos antes de acabar el juicio. Personas como la italiana Romana Blasotti Pavesi, que perdió a su marido, su hermana, un primo, un sobrino y, finalmente a su hija de mesotelioma causado por amianto. Solo el marido había trabajado en la fábrica. Ciudadanos de Casale Monferrato, la ciudad dominada por una planta de Eternit durante casi todo el siglo XX, relataron el momento en que descubrieron que no solo los obreros y sus familiares morían, pero también personas de otras profesiones (periodistas, médicos, profesores, etcétera) que nunca habían manipulado directamente la fibra, pero habían sido afectados por la contaminación ambiental.

«Quando los obreros estaban cerca de la muerte, representantes de las empresas aparecían en el hospital ofreciendo cuantías irrisórias y un documento listo para firmar»

La sentencia afirma que, en 1976, ante las crecientes noticias sobre la relación entre asbesto y enfermedades crónicas y fatales, la industria promovió una conferencia en Alemania con el objetivo de discutir estrategias para enfrentar el problema sin dejar de trabajar con amianto. Stephan Schmidheiny estaba presente en aquel encuentro. También se enfatiza que él participó de acciones con el fin de confundir a la opinión pública al descalificar o lanzar dudas sobre las pesquisas científicas que probaban el efecto nefasto de la fibra mineral para la salud. Por fin, la corte concluyó: “Stephan Schmidheiny era completamente consciente en 1976 de los estudios epidemiológicos sobre la relación causal entre aspirar las fibras de amianto y las enfermedades”. Después de la sentencia, la misma prensa que por años alabó el impulso emprendedor, la caridad, la visión y el desprendimiento del millonario fue obligada a recular.

Al mirar la biografía de Stephan Schmidheiny las víctimas del amianto están disputando la escritura de la historia. Pero en un momento muy particular. Mientras la mayor parte del mundo desarrollado ya ha proscrito la materia prima y lidia con el pasivo humano y ambiental, parte de las potencias emergentes, como el propio Brasil, aún es bastante permeable al lobby de la industria, cuando no connivente con el padecimiento y la muerte de personas. Brasil es hoy el tercer productor mundial, el tercer exportador y el tercer usuario de amianto. Es interesante destacar que, en Brasil, mientras el amianto es raro en las regiones más nobles de las grandes ciudades, continúa siendo muy usado en favelas y periferias, aldeas y comunidades indígenas y en las casas de pequeños agricultores, incluso – y tal vez de forma especial – en la Amazonia.

En este contexto, la disputa narrativa sobre la biografía de Stephan Schmidheiny se vuelve estratégica para la lucha por la prohibición del amianto. Y puede definir tanto la aceleración de algunos desenlaces como la inclusión de nuevos capítulos en una historia en construcción. No hay duda de que el amianto es un thriller real que podría resultar en una película tan reveladora sobre los métodos de su industria como lo fue The Insider para el ramo del tabaco. O incluso una película como Thank you for smoking, sobre “los lobistas del mal”. Hay pocas dudas de que pasará a la historia como uno de los mayores escándalos laborales y sanitarios de los siglos XX y XXI. Pero la imagen y la postura de personajes centrales como Schmidheiny aún están en disputa.

«O Brasil es un ejemplo de como la estrategia del uso controlado del amianto ha funcionado a la cuesta de vidas humanas y de contaminación ambiental»

Al emprender batallas organizadas para retirarle sus títulos, premios y honores, las víctimas del amianto desean impedir que triunfe la narrativa de Schmidheiny, mejor expuesta en una versión antigua de su biografía, contada en primera persona, pero ya cambiada en su web oficial: “La familia Schmidheiny siempre ha vivido discretamente, alejada de la mirada pública. De repente me vi en las primeras páginas de los periódicos, vinculado a los efectos nocivos del amianto, los mismos efectos contra los que yo intentaba proteger a mis empleados y al grupo. Eso fue muy difícil, no solo para mí, sino también para mi familia y mis amigos. En aquel momento concluí que era incapaz de calcular por mí mismo el verdadero grado de los riesgos de la fabricación de productos de cemento-amianto. Nuestros asesores creían que los estudios científicos destinados a probar los efectos nocivos de ese material estaban llenos de contradicciones. Yo percibía que la falta de un consenso científico y técnico transparente en relación al amianto y la imprevisibilidad de sus efectos imposibilitaban cualquier planificación o gestión de riesgo confiable. Concluí entonces que esa no era una perspectiva muy prometedora para estar envuelto. Al mismo tiempo, tomé una decisión radical. Sin tener la más mínima idea de cómo iríamos a implantar el cambio, anuncié públicamente que el grupo interrumpiría la fabricación de productos con amianto. Me acuerde muy bien de las palabras de uno de los gerentes técnicos tras mi anuncio: ‘¡El joven Schmidheiny está loco! Quiere fabricar productos Eternit sin amianto. Es como querer encontrar agua seca…’ Tomé la decisión de no utilizar más amianto basándome en los problemas de salud y ambientales asociados a ese mineral. Pero también tuve la impresión de que, en una época de creciente transparencia – así como de preocupación por los riesgos para la salud – sería imposible desarrollar y mantener un negocio de éxito basado en el amianto. Esa intuición hizo que comenzara a considerar seriamente la relación entre los negocios y la sociedad. Fue un periodo doloroso, pero también una preparación de valor inestimable para mi posterior dedicación a una posición de liderazgo en asuntos relacionados con los negocios y la sociedad.”

En la web actual, este momento está resumido en su biografía, ahora contada en tercera persona: “El joven abogado ingresó en Eternit Suiza cuando tenía solo 29 años de edad, asumió su liderazgo tras poco tiempo y de manera inmediata comenzó a impulsar la salida del procesamiento de amianto, que fue considerado un logro pionero a nivel mundial”.

Esta versión es considerada por las víctimas y por sus abogados un producto del competente proceso de lavado de su biografía. “No voy a entrar en el mérito de su vida posterior o de su dinamismo como emprendedor. Pero no hay sentido purificador en esta venta. Schmidheiny hizo uso económico de Eternit, con frutos económicos. No fue una donación. La vendió, haciendo que los productos de amianto continuasen siendo producidos por el nuevo comprador”, afirma Mauro Menezes, abogado de ABREA. “A nuestro país no le conviene mantener la concesión de una medalla a alguien posteriormente condenado por omisión dolosa de protección a la salud de miles de personas.” Roberto Caldas, también abogado de ABREA – y hoy juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos – afirma: “Un premio honorífico le dice a la sociedad que el agraciado realizó un gran servicio al país. A partir del momento en que se percibe que el individuo se ha apartado de aquello que creía, nada más natural que retirárselo. Un criminal no puede seguir ostentando un honor como ese y comprometiendo la imagen del país”.

En Brasil, la principal protagonista de la lucha por la prohibición del amianto es la ingeniera Fernanda Giannasi. Auditora fiscal del Ministerio de Trabajo por 30 años, se jubiló en agosto para dedicarse por completo a la causa, que ya le ha traído amenazas de muerte. “Luchar para retirar la Ordem do Cruzeiro do Sul concedida a Schmidheiny es otro frente para pasar a limpio la historia de ese crimen social casi perfecto”, afirma. “Esa lucha significa la desglamourización de un personaje que fue entronizado por el movimiento ambientalista en el inicio de la década de los noventa como un gurú, pero que forma parte del gran quebradero de cabeza que es la extraordinaria historia de ese crimen corporativo industrial multinacional, que pasó todo el siglo pasado casi impune.”

La disputa por la biografía del millonario suizo no será fácil. El aura de Schmidheiny se mantiene en algunas altas esferas, incluso después de la condena del Tribunal de Turín. El intercambio de cartas entre la oficina de abogacía que representa las víctimas italianas y la Universidad de Yale es una prueba. Esta fue la respuesta de la dirección de Yale al pleito: “Yale concedió el honor al señor Schmidheiny por su defensa en favor de un desarrollo y crecimiento económico sostenibles. La decisión de premiarlo fue tomada por un comité que tomó en cuenta toda su historia: la de un filantropo que usó su riqueza para destinar fondos al crecimiento sostenible en Latinoamérica y en todo el resto, un pionero defensor internacional en el cambio de la forma en la que las empresas encaran la sostenibilidad ambiental y un empresario que heredó y desmanteló un procesamiento de amianto de décadas. No hay registros de que Yale haya revocado alguna vez un título honorífico y no estamos considerando este paso en el caso del señor Schmidheiny”.

«Ao promover su salida estratégica de los negocios del amianto, Stephan Schmidheiny pasó a ejecutar una especie de lavado de biografía»

Christopher Meisenkothen, abogado que representa a las víctimas italianas, respondió: “Se da una disminución real del valor de los honores concedidos por una institución cuando […] se ve afectado por la inclusión de personajes controvertidos. Querría pensar que una institución como la Universidad de Yale pretende mantener y proteger la integridad de sus títulos honoríficos, así como promover los altos patrones éticos con los que reconoce a los candidatos”.

«O bilionário suizo fue condenado, por el Tribunal de Turín, a 18 años de prisión por la muerte de miles de personas por enfermedades relacionadas al amianto en la Itália»

El abogado de las víctimas pidió la relación de donaciones hechas por Schmidheiny a la universidad. En una primera carta, Yale negó cualquier aporte de recursos. Meisenkothen, entonces, envió copias de materiales de divulgación de la propia universidad, en los cuales consta una donación hecha por la Fundación Avina a Yale, poco después de la concesión del título al millonario. La dirección de Yale se disculpó, explicando que había investigado solo en las “bases digitales” y no en los “archivos de papel”, razón por la cual acabó por suministrar una “información incorrecta”. Pero, aun así, reiteró su decisión de no revocar el título. Los familiares de las víctimas prometen continuar presionando a la universidad y a la opinión pública americana e internacional por la revocación de los honores.

Yale es una institución privada. El caso brasileño es diferente. La Ordem do Cruzeiro do Sul es una condecoración concedida por el Estado, un reconocimiento de los servicios prestados por un extranjero al país, envolviendo, por lo tanto, el conjunto de la población brasileña. Entre las estrategias planeadas por las víctimas brasileñas del amianto, además de una intensa campaña en las redes sociales, está que un parlamentario asuma la causa y la medalla sea retirada por el legislativo. Hay por lo menos un precedente en trámite en el parlamento: la solicitud de retirada de la Ordem do Cruzeiro do Sul concedida a Alberto Fujimori, expresidente de Perú, hoy condenado por graves violaciones a los derechos humanos.

El lavado de biografía no es una novedad en la historia. Podría ser más explorada por historiadores. En general hay un camino tortuoso y una serie de lagunas entre la persona de carne y hueso, pasiones y villanías y el personaje limpio que se vuelve estatua en las plazas de cada ciudad. La diferencia del pasado y el presente, y en especial del presente con Internet, es que esa transición puede que no se complete con el éxito habitual.

«A disputa sobre la biografía de Stephan Schmidheiny podrá definir tanto la aceleración de algunos desfechos como la inclusión de nuevos capítulos en una historia en construcción»

Si antes bastaba poder económico y político para crear una nueva imagen, hoy los obstáculos son muchos. Para empezar por el hecho de que hay actores, hasta ahora sin voz, que han pasado a gritar en las redes sociales y a organizar campañas ruidosas con informaciones que el dueño de la biografía hasta entonces heroica preferiría borrar. No gritos vacíos, sino apoyados por documentación: las víctimas italianas entregaron a la Universidad de Yale una carta de apoyo a su causa con el nombre de más de 70 renombrados científicos del mundo entero, así como las principales conclusiones de la Corte de Turín, sacadas de una sentencia de más de 800 páginas. Conectadas por la tecnología y articuladas en las redes sociales, las víctimas del amianto prometen enfrentar a los asesores de imagen y gestores de crisis del millonario suizo y, con poco dinero, pero muchos apoyos por el mundo, construir una narrativa más compleja para la vida de Stephan Schmidheiny. Disputan la escritura de la historia no en el futuro, sino ahora, en el presente.

Stephan Schmidheiny no es el único magnate que, tras una vida turbulenta en el mundo de los negocios, decidió convertirse en filántropo. Sea para expiar los pecados anteriores, sea por estrategia de marketing, sea para escapar de futuras condenas, sea por un –improbable, pero no imposible – arrepentimiento real. Por todo eso y alguna otra cosa. El mundo actual lo mueven algunos de estos hombres que invirtieron o donaron fortunas obtenidas de forma cuestionable, como mínimo, en fundaciones que financian causas correctas. Como la propia Fundación Avina, de Schmidheiny, que está lejos de ser la única.

«Em general hay un camino tortuoso y una hilera de lagunas entre la persona de carne, hueso, pasiones y vilanias y lo personaje “limpinho” que vuelca estatua en las plazas de cada ciudad»

Esa realidad trae algunos dilemas éticos a personas -hasta que se pruebe lo contrario en contrario idóneas y bien intencionadas- que se benefician de este apoyo para poner en marcha acciones importantes de reducción de la pobreza, protección socioambiental o incluso de democratización de la información. Parece una ecuación simple, pero está lejos de serlo. Por un lado, el dinero obtenido de forma cuestionable, ilícita o incluso criminal, es empleado para proyectos de probada importancia. Por otro, aquellos que son financiados por este dinero ayudan a promover y a legitimar el lavado de la biografía del donante, al colaborar en pasar una goma de borrar sobre la historia. Movimientos como el de las víctimas del amianto, al apuntar a la imagen de filántropo de Stephan Shmidheiny, abren una discusión espinosa que pocos están interesados en llevar adelante. Pero tal vez es preciso tener el coraje de enfrentarla. En nombre de la transparencia, pero también porque ampliar la complejidad de los nuevos dilemas nos hace madurar como sociedad.

¿Villlano o héroe? Stephan Schmidheiny posiblemente no es ni lo uno ni lo otro, tal vez ambos en momentos yescenarios distintos. Entre sus errores tal vez esté creer que podría trascender como un héroe, algo que, de hecho, casi consiguió. Pero Eternit fabricó demasiados fantasmas, en una época conectada como ninguna otra antes, para que eso se hiciera posible. Estos fantasmas hablan ahora por la boca de sus familiares vivos. Y hablan en red, para millones.

«Aqueles que son financiados por el dinero de las fundaciones pueden estar ayudando a legitimar el lavado de la biografía del donante»

Como ser humano, ni héroe ni villano, la tragedia de Stephan Schmidheiny es fascinante. Asumir los actos controvertidos de su familia durante casi un siglo sería lo mismo que promover la destrucción de la memoria familiar, lo que no es fácil para nadie, rico o pobre. Tiene sentido creer que la única elección ética posible habría sido revelar y admitir la parte sombría de la historia de Eternit, responsabilizarse por el pasivo humano y ambiental, indemnizando y apoyando los trabajadores, así como promoviendo la descontaminación de las ciudades donde existían fábricas. Y donar el resto del dinero para la investigación de tratamientos y curas para las enfermedades del amianto. No por miedo de ser detenido -aunque él ya ha dicho a la prensa que no quedará “preso en una cárcel italiana”- sino porque es lo moralmente correcto, aunque inmensamente duro.

Pero ese camino no es el de los héroes, solo el de los hombres. Estos necesitan convivir con sus errores y cobardías, cuando no con las manos manchadas de sangre, muchas veces en plaza pública. El camino de los hombres no da títulos en Yale ni medallas de Exteriores, ni lugar de honor en conferencias mundiales de medioambiente, ni protagonismo en museos famosos. Stephan Schmidheiny prefirió vender la empresa, transferir el pasivo a otras manos y concentrarse en invertir en la construcción de una imagen de benemérito. Él, que según el Tribunal de Turín fue connivente con tanto mal, tal vez quiso demasiado: un lugar en la historia como héroe. Y entonces sus víctimas aparecieron para recordarle que es un villano – y que los cadáveres permanecerán insepultos mientras no haya justicia-.

El 19 de diciembre de 2003, João Francisco Grabenweger, obrero de Eternit de Osasco que, por hablar alemán, fue una especie de intérprete y cicerone del joven Schmidheiny en sus prácticas en la fábrica brasileña, escribió una carta al millonario. A continuación, un extracto: “Permítame preguntarle, señor, ¿ya ha leído algún artículo sobre las víctimas de los campos de concentración nazis? Aquellas que sobrevivieron reciben una compensación económica sustanciosa, con todos los derechos posibles. Cuando nosotros, exempleados de Eternit, fuimos mantenidos completamente ignorantes del hecho de que trabajábamos en un campo de concentración de amianto. Siendo buenos empleados, trabajamos con lo mejor que teníamos, con completo orgullo y dedicación, para crear el imperio de cemento de amianto de la familia Schmidheiny. Pero ¿qué recibimos de la Madre Eternit? Lo que adquirimos fue una bomba de relojería que había sido implantada en nuestros tórax. (…) Le pido que nos ayude a garantizar la justicia con la que hemos soñado para aquellos que dieron sus vidas por usted, señor, y por su familia y sus negocios.”

João Francisco Grabenweger murió de asbestosis, con una asfixia dolorosa, el 16 de enero de 2008. Nunca recibió respuesta. Eternit, en otras manos, le ofreció 27.000 dólares para abandonar el proceso judicial en busca de indemnización.

De algún modo su carta, años antes del juicio en el Tribunal de Turín, recordaba a Stephan Schmidheiny que ni aquellos que se creen dioses escapan del destino humano.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentarista. Autora de los libros de no ficción A Vida Que Ninguém ve, O Olho da Rua y A Menina Quebrada y del romance Uma Dos. Email: elianebrum@uol.com.br . Twitter: @brumelianebrum

Fuente: http://internacional.elpais.com

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