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El trabajo y otros umbrales

Uno funciona, siente, percibe, habla, gesticula, se expresa, se emociona, se entristece o siente dolor o placer gracias a los umbrales. Todos tenemos nuestros propios umbrales, que a lo largo de la vida se van modificando, a veces lentamente, a veces con violencia. Un amigo, por ejemplo, que solía alcanzar estados de ira inenarrables por cualquier nimiedad – en el subte, en el colectivo, en la farmacia –, tuvo que asistir durante días a su hijo, que tenía el cráneo partido tras un accidente automovilístico. Y entonces abruptamente comprendió que todo aquello que antes le parecía importante y que lo llevaba a semejantes estados de indignación en realidad no era nada.

Cuenta el mito urbano que después de que Neil Armstrong y Edwin E. Aldrin pisaron por primera vez la Luna, a su regreso tuvieron serios problemas de adaptación, porque nada parecía motivarlos o llamarles la atención. El hecho de haber pisado la Luna señalaba un umbral que ahora era muy difícil superar. Si es un mito urbano, suena muy creíble.

El asunto de los umbrales funciona también para el trabajo. Y para la literatura. Es muy peligroso enumerar las predilecciones literarias, porque de ese modo uno, sin saberlo, suele manifestar qué libros ha pasado por alto. Alguien fanatizado con Henry Miller no ha leído a Céline, y es muy probable que quien ama los poemas de Benedetti no haya leído a Pessoa. O alguien fascinado con Bolaño seguramente no leyó a Wilcock (foto). De alguien que habiendo leído a Pessoa y a Benedetti prefiere a Benedetti no hay nada que decir. La lectura marca umbrales; uno siempre avanza, nunca retrocede. Aunque a veces hay gente que sí lo hace.

Lo mismo ocurre con el trabajo. Claro, pero ¿a qué llamamos trabajo? Hay quien considera un trabajo ser cantante de rock, y un encuadernador de libros considera su oficio un trabajo. En términos sociológicos, trabajo puede definirse como la ejecución de tareas que implican un esfuerzo físico o mental que tienen como objetivo la producción de bienes y servicios para atender determinadas necesidades humanas. El trabajo es entonces la actividad a través de la cual el hombre obtiene sus medios de subsistencia, trabajando para vivir o viviendo del trabajo de los demás. Eso dice la sociología. Pero a mí esa definición no me gusta, porque deja de lado los umbrales. Para alguien que trabajó 17 horas diarias en un molino cargando bolsas de harina, “trabajar” sentado en un escritorio con los pies sobre la mesa no es trabajo. No puede serlo. Puede aceptar que, en el habla diaria, al mencionar la palabra “trabajo” se entienda también eso, estar sentado con los pies sobre la mesa. Pero en su fuero interno ese hombre no trabaja. De modo que considero que hacen falta palabras para definir los medios de subsistencia, porque la palabra “trabajo” es insuficiente para el amplio espectro de modos de ganarse la vida.

Siguiendo con el razonamiento, quien considera la escritura un trabajo es alguien que nunca ha trabajado en sentido reducido. O alguien para quien los umbrales no tienen consistencia. Pensar sólo puede ser un trabajo para un débil mental. Si no hay esfuerzo físico, no hay trabajo. Siendo chico conocí a otro chico que era espástico. Me sorprendía mirarlo mientras intentaba tomar una cucharita para revolver el café. Para él todo era un trabajo agotador. Pienso en él cada vez que estoy a punto de creer que al escribir estoy trabajando.

Por Guillermo Piro

Fuente: www.perfil.com

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